MÚSICAS DEL MUNDO

Esos amantes, sentados a solas, anhelantes y furtivos,
parece que soñaran con la China
y hablaran fugaces lenguas tan sólo presentidas.
Miran muy lejos,
a Canadá, a Australia, a Filipinas,
y se sienten hermanos de los demás hombres,
de las demás mujeres,
ya estén iluminados por el sol de Italia,
o bañados por el mar del Japón.
A ellos me uniría,

tal como hago con los ciudadanos
que comparten mi propia cabaña.
¡Oh, qué cerca me siento de esas lejanas tierras!
Y bien sé que sería muy feliz en ellas.
Sus paisajes, sagrados, engrandecen mi alma
que huye del vano hormigón de cada día
buscando, en benéficos atardeceres,
el consuelo de mis viejos camaradas.
Todo cuanto sacrifiqué para salvar mi amor propio,
no vale nada comparado con los cantos
aún no proclamados.
Estéril, mi ruin conformidad
consagró el día de la estridencia,
veneró al hombre que pasa de largo.
Y aquí estoy, solo, no frente al sagrado lugar,
sino al margen, altisonante, escuchando
las músicas del mundo sin necesidad alguna
pues que en esta apartada noche,
si me atengo a las normas, nadie se molestaría.
Decidido a no cantar otros placeres
que los del vigoroso goce,
arrojando sobre vosotros el pesado fardo
de insustancial continencia,
legándoos desde aquí mi respuesta
a vuestro atlético rubor,
en el secreto de otoñales sembrados,
que atravesaron mis sesenta sendas,
oculto el dulzor de mi breve septiembre
mientras, tenaz artesano, voy modelando
la única forma de vida
a la que verdaderamente me consagro.