QUERIDA

Hablando conmigo mismo,
después de un intenso debate sobre la gallardía
con mi espejo de carne y hueso,
me he encarado con mi ordenador
y he comenzado a escribir.

Lo singular de todo esto
es que son las tres de la tarde,
estoy tomando un carajillo, conoces de sobra mi manía
de no escribir con el mondongo henchido,

y mucho menos mientras sostengo una taza ardiendo
entre mis dedos llenos de callos.

Es una de las demasiadas cosas
que por aquí han cambiado.

He vuelto a madrugar,
casi todas las mañanas estudio filosofía,
tendrías que verme haciendo entrar en razón a Platón,
con el sol colándose a través de mi ventana a borbotones,
conquistando mi cuarto, es tal su asedio
que las sombras se fugan al instante,
¡es de locos!.

Hay otros días de frío que recurro al único cajón
que mantengo en la habitación,
aparto las amapolas grises de las negras,
me tiro en picado al agujero de mi cama
hasta que dejo de escuchar la lluvia.

La otra noche fui a un concierto,
en la sala había bastante gente, la música era animada,
no estaba mal (no suelo opinar así,
seguro que también te acordarás de eso),
pero el público, nosotros, yo,
nadie bailaba.

Las personas están cada vez más tristes por aquí,
demasiado cansadas y muy tensas
por los días de servicio capital
como para que ritmos y acordes las hagan brotar.
Y eso las que tienen suerte, dicen,
porque los objetores se aburren, y eso, suponen, es lo peor.

Lo que antes conocíamos como ciudad
ahora es una franquicia subvencionada por discursos pegajosos,
¿y el pueblo?,
el pueblo un salón de juegos para desgraciados,
un tribunal en mi antigua casa
y la mudanza de la inquilina, sin avisar.

Y bueno, en cuanto a ti,
tengo que hacer un esfuerzo para recordar el día a día,
no tanto para añorar el noche a noche.

Es momento de despedirme, debo darme prisa,
ya vuelve mi sombra por ahí, suele regresar algo antes,
hoy se ha retrasado lo suficiente
como para permitirme ser sincero.