El cerdito.

2016 Dic 12
Poema Escrito por
Franlodel

El cerdito.

-Fragmento de mi libro autobiográfico
"La otra cara de Jano"-

Conformábamos, como era normal por entonces, una familia ejemplar y numerosa, compuesta por mis padres, un servidor y mis seis hermanos, acompañados circunstancialmente por diversos animales, entre los que hubo un desgraciado gato que se quedó tuerto jugando entre los rosales y desapareció misteriosamente una noche sin dejar un solo rastro…, las gallinas, los pavos y los gallos y algún que otro escandaloso pato, que se pasaba las horas cantando como un endemoniado…, sin dejarme atrás a un cerdito muy alegre y revoltoso que vivió una corta vida con nosotros… -¡Prestar atención, porque lo del cerdo tiene mucha pena y un poco también de gracia!-

Os explicaré detenidamente…

Un día, que estábamos jugando en el corral, empezó mi padre a llamar a mi hermano Agustín a voces, diciéndole muy nervioso y exaltado: “¡Agustín hijo mío, ven aquí corriendo, que me acaban de decir, que ha venido un porquero de Montemayor vendiendo unos cerditos muy pequeños y baratos, toma algo de dinero y vete enseguida a comprar uno a la plaza…, corre, vuela, anda…!”- Todo esto lo hacía con la intención de criar al animalito para sacrificarlo cuando estuviese cebado y obtener de esta forma un montón de tocino y embutidos para poder alimentarnos. Hasta aquí todo es normal… ¿no?.. Pues prestar atención porque ahora viene lo interesante…

El cerdito era por naturaleza un animal inquieto y revoltoso, que se pasaba los días gruñendo y moviendo el rabo de un sitio para otro, mientras olfateaba en las esquinas y en todos los rincones del corral. Cuando lo llamaba venía corriendo -dando saltos como un potro-, se sentaba frente a mí se y se me quedaba mirando, como si estuviese enamorado, para acercarse después, e intentar besarme levantando su hocico. Tenía las orejas cortas, la piel rubia y brillante, las pezuñas negras como el azabache y los ojos muy pequeños y ambarinos -y aparte de comer y echarse-, le gustaba mirar el cielo por las noches y contemplar los luceros y la luna. Cuando estaba triste le solíamos cantar rancheras y corridos mejicanos. Cuando rompía cualquier cosa le enseñábamos la mano… y cuando se ensuciaba con el fiemo o con el barro, lo metíamos en un barreño con agua para lavarlo con un cacho de jabón y un estropajo de esparto. Le dábamos de comer en cantidad desmesurada toda clase de viandas y comidas, ¡tenía que crecer y engordar el pobrecito!: De primero (como cosa general), unos mendrugos de pan de hogaza, arropados con el caldo y las sobras del cocido; de segundo (cuando teníamos dinero), los despojos de la carne y las raspas y cabezas del pescado frito… y de postre, (dependiendo de la ayuda americana), un buen tazón de leche en polvo, farinetas andaluzas o torrijas sevillanas.

Un buen día, preocupada mi madre por los continuos escarceos amorosos que intentaba mantener con cualquier cosa, o ser viviente que encontraba por ahí, pensando en hacerle un bien -y en calmarle los sofocos-, llamó al veterinario para castrarlo de inmediato, sin pensar que al poco de hacerlo nos surgiría un problema insalvable, ya que el pobre animalito, en vez de apaciguarse, se empezó a excitar de tal manera, que no dejaba de comer como un desesperado, haciéndose cada vez más gordo, pero sin coger altura ni alargarse en absoluto. Como pasaban los días y no hacía más que engordar y engordar, y veíamos que de seguir así incluso podría entrar en un estado de ansiedad inmensurable, mis padres -después de meditarlo-, decidieron sacrificarlo…, pero… ¿Quién era el osado caballero que tenía los arrestos necesarios para hundirle sin titubear el cuchillo en el pescuezo…? ¡Teníamos que pedir ayuda, era urgente y necesario…

Muy cerca de mi casa vivía un solícito vecino muy atento y educado conocido como Miguelillo el de las Vacas, quien por su trabajo estaba muy acostumbrado a estos menesteres tan violentos y tribales, y sin pensarlo dos veces, nos acercamos hasta el viejo caserón donde vivía, para pedirle por favor que nos ayudase… Y una tarde de otoño que llovía a mares, le quitó la vida de un certero y profundo cuchillazo, para convertirnos después de aquel terrible asesinato, en unos vulgares matarifes, troceándolo, picándolo, y haciendo con su carne y con sus tripas, varias ristras de embutidos. ¡Qué pena y qué dolor más grandes!... Lo digo sobre todo, porque después de aquel sufrir tan inaguantable, no os podéis imaginar, con la resignación que tuvimos que aguantar, los continuos cachondeos y brotes de hilaridad, que le causaba a los vecinos contemplar, al pasar por la ventana, a los cuatro jamoncitos suspendidos como bragas de una cuerda en la cocina junto a varias ristras de chorizos y morcillas... ¡Os aseguro que era para llorar!

Autor: Francisco López Delgado.
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2016 Dic 12

Franlodel
Desde 2016 Jun 01

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