El cerdito.
El cerdito.
-Fragmento de mi libro autobiográfico
"La otra cara de Jano"-
Conformábamos, como era normal por entonces, una familia ejemplar y numerosa, compuesta por mis padres, un servidor y mis seis hermanos, acompañados circunstancialmente por diversos animales, entre los que hubo un desgraciado gato que se quedó tuerto jugando entre los rosales y desapareció misteriosamente una noche sin dejar un solo rastro…, las gallinas, los pavos y los gallos y algún que otro escandaloso pato, que se pasaba las horas cantando como un endemoniado…, sin dejarme atrás a un cerdito muy alegre y revoltoso que vivió una corta vida con nosotros… -¡Prestar atención, porque lo del cerdo tiene mucha pena y un poco también de gracia!-
Os explicaré detenidamente…
Un día, que estábamos jugando en el corral, empezó mi padre a llamar a mi hermano Agustín a voces, diciéndole muy nervioso y exaltado: “¡Agustín hijo mío, ven aquí corriendo, que me acaban de decir, que ha venido un porquero de Montemayor vendiendo unos cerditos muy pequeños y baratos, toma algo de dinero y vete enseguida a comprar uno a la plaza…, corre, vuela, anda…!”- Todo esto lo hacía con la intención de criar al animalito para sacrificarlo cuando estuviese cebado y obtener de esta forma un montón de tocino y embutidos para poder alimentarnos. Hasta aquí todo es normal… ¿no?.. Pues prestar atención porque ahora viene lo interesante…
Un buen día, preocupada mi madre por los continuos escarceos amorosos que intentaba mantener con cualquier cosa, o ser viviente que encontraba por ahí, pensando en hacerle un bien -y en calmarle los sofocos-, llamó al veterinario para castrarlo de inmediato, sin pensar que al poco de hacerlo nos surgiría un problema insalvable, ya que el pobre animalito, en vez de apaciguarse, se empezó a excitar de tal manera, que no dejaba de comer como un desesperado, haciéndose cada vez más gordo, pero sin coger altura ni alargarse en absoluto. Como pasaban los días y no hacía más que engordar y engordar, y veíamos que de seguir así incluso podría entrar en un estado de ansiedad inmensurable, mis padres -después de meditarlo-, decidieron sacrificarlo…, pero… ¿Quién era el osado caballero que tenía los arrestos necesarios para hundirle sin titubear el cuchillo en el pescuezo…? ¡Teníamos que pedir ayuda, era urgente y necesario…
Muy cerca de mi casa vivía un solícito vecino muy atento y educado conocido como Miguelillo el de las Vacas, quien por su trabajo estaba muy acostumbrado a estos menesteres tan violentos y tribales, y sin pensarlo dos veces, nos acercamos hasta el viejo caserón donde vivía, para pedirle por favor que nos ayudase… Y una tarde de otoño que llovía a mares, le quitó la vida de un certero y profundo cuchillazo, para convertirnos después de aquel terrible asesinato, en unos vulgares matarifes, troceándolo, picándolo, y haciendo con su carne y con sus tripas, varias ristras de embutidos. ¡Qué pena y qué dolor más grandes!... Lo digo sobre todo, porque después de aquel sufrir tan inaguantable, no os podéis imaginar, con la resignación que tuvimos que aguantar, los continuos cachondeos y brotes de hilaridad, que le causaba a los vecinos contemplar, al pasar por la ventana, a los cuatro jamoncitos suspendidos como bragas de una cuerda en la cocina junto a varias ristras de chorizos y morcillas... ¡Os aseguro que era para llorar!
Autor: Francisco López Delgado.
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