Yo negué mi don

Luciana se queda patitiesa templando una margarita.
De a poco, solemne, trocea sus bractéolas.
Ese polen sabe repulsivo.
Los cabellos enremedados castaños, chocan de improviso sobre sus frágiles hombros.
Le escarnece despilfarrar una vida, pero le urge apabullar un sonoro grito.
Ella, negra, un tamboril de gaitas y cuervos mancebos que sobrevuelan las alturas fangosas.
Se lamenta, temblequea, atisba aquel jardín carente en belleza y gamas bizarras.
Le sobrecoge el mundo exterior, las moléculas difusas se congracian para aniquilarla.
Oh, beduino retoño. Tú has columbrado mi retrato ¿Qué excusa has inventado para él?
Le incitaras una verborragidad, expelerás una silaba, ¿le regalas una palometa de blancos trinos?
Llegan hacia donde me recluyo sola y andrajosa, hediendo a Clavel marchito y resquebrajado a la mitad.
¡Si tan solo me hubieras escuchado!
Y Luciana, sonrié de resignación. Él le observa desusado, infrecuente, sus manos señiles y amaestradas al trabajo raudo sienten una oleada de emociones incomparables. Nunca nadie le hizo titubear así.
Luciana gimotea en silencio. Expira un aire envenenado que adentro comprende un dulce y manoseado panadero relegado en la inmensidad. Aquél hombre se resiente, un pico de tensión le arrebata el alma y como un fugaz encapuchado recae al suelo y sufre la venganza en carne propia.
Luciana vuelve a reír y entre murmullos desconcertantes le dice enajenada: Conviértete en rumores y desaparece como el Vidente ciego, que piensa, que no leó sus pensamientos.
El hombre desconocido rehúye. Pero los pecados de Luciana son de gran peso. Aunque escape de sí mismo:
jamás escapara de sus intensos ojos de pantera negra.

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