UN SUEÑO EN UN BUS URBANO
Era lunes y como todos los días, me disponía a retornar a casa después de la pesada jornada de trabajo. En la oficina el estrés dominaba el ambiente, como en toda actividad detrás de un escritorio, por más cómodo que este sea. La rutina es algo inevitable tanto en el trabajo como fuera de él; salir del moderno edificio, caminar unas cuadras, recorrer los mismos lugares, mirando las mismas vitrinas y ventanales y hasta a las mismas personas; un saludo a unos cuantos porque a otros ni los miraba debido al cansancio que invadía mi cuerpo y mi mente ocupada aún con números, cuentas y sonidos estridentes; viejas máquinas que no sé para qué sirven pero que no paran de sonar, computadores con la contaminación propia de la tecnología, bulliciosas impresoras, molestos timbres de teléfonos que suenan todo el día, preguntas, respuestas; en fin, el bla bla, el corre corre y para colmo el diminuto radio que parecía perderse entre tanto vocerío.
Con saco y corbata, con otro nudo en la garganta, como si no bastara con el que tenía casi siempre por los sobresaltos de la vida, si hasta parecía un anticipo a querer ponerme la soga al cuello.
Salir de un cubo de estrés para caer en el trajín de las ciudades a la hora pico, bulla por aquí, bocinas por allá, el runnnnnn de motocicletas y autos, insultos entre conductores, entre peatones y entre conductores y peatones, el interminable pi-pi-pi y el ir y venir de las personas en las aceras y en las calles.
No sé cuando empezó el dolor de cabeza pero era ya intolerable y más aún cuando en la parada de buses, pasajeros que llenaríamos tres unidades, pretendíamos viajar en una; como es de imaginar, empujones, pisotones, y groserías no se hacían esperar, eran tan comunes y te venían mucho antes que los centavos del cambio. Lo importante era subirse para no tener que sufrir la desesperante espera del siguiente turno. Yo, como diría mi abuela: “vivo vivo”, lo logré…aunque a veces pienso que me subieron entre tanto apretujón.
Ya en el bus, ansioso aguardaba que alguien se levantara para ser uno menos en aquella prensa humana y para librarme de las mañas de algunos “amigos de lo ajeno”… -¡Por fin un asiento! ¿Lo tomo? no, mejor lo dejo para aquella señorita…Vaya, otro asiento desocupado en la última banca ¿Estará por ahí otra señorita?- me pregunté, pero enseguida me di cuenta que era yo el único que no estaba sentado y con calma me puse cómodo. Entre tanto calor humano, el ambiente se había tornado pesado y la lucha para que no se me unieran los párpados fue en vano.
De pronto, una película se proyectaba ante mis ojos: Una ciudad pequeña, casas bajas muy blancas y de viejos techos rojizos se levantaban en sus calles empedradas, sus amplias aceras encuadraban con perfección milimétrica a las pocas manzanas como en un tablero de ajedrez; estaba viendo a Ibarra, mi querida ciudad, regresando unos treinta o cuarenta años en el tiempo, pequeña pero hermosa, rodeada de verdor y olor a campo, encantadores paisajes la flanqueaban y al salir con rumbo a San Antonio, mi destino, árboles coposos, pasto, flores silvestres de mil colores, maizales y un amplio cielo azul con aire tan puro que daba gusto respirar, lo sumergían a uno en un viaje de turismo extremadamente placentero.
Un bache en el camino me despertó y pude darme cuenta que el estrés y el dolor de cabeza habían desaparecido y me sentía como nuevo pero me percaté también, y eso me puso muy triste, que sólo fue un sueño, un maravilloso sueño, porque al mirar por la ventana, en los costados de la gris carretera donde otrora, bajo los sauces, aguacates, nogales, pinos y eucaliptos, pacían vacas, cabras y hasta llamas, estaban grandes edificaciones, columnas de hierro, caminos asfaltados o adoquinados, cemento, ladrillos y concreto, materiales inertes con los que se sepulta para siempre la tierra fértil, la esperanza y la vida.
Al llegar a casa, yo que nunca las miraba, comencé a cuidar las pocas plantas que en los tiestos clamaban por sobrevivir, ahora tengo muchas de ellas, es más verde mi espacio, me he dado un segundo tiempo para alegrar mi vida, para respirar y he aprendido que el dinero tiene mucho valor y que la naturaleza vale más que todo el dinero del mundo.
Texto: Juan Carlos Cadena
Imagen tomada de la red
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