¿Quien sos vos para juzgar?

¿Quién sos vos para juzgar?

¿Quién sos, en serio,
para posar de juez cuando ni siquiera
sos capaz de sostener tu propia historia?

Te llenás la boca de opiniones,
como si hubieras vivido mil guerras,
cuando en realidad lo único que hiciste
fue esquivar el barro

Te disfrazás de íntegro,
pero tu alma está vacía.
No hay verdad en tu voz,
solo ruido, miedo y necesidad de control.

Se nota que nunca te rompieron por dentro.
Que nunca supiste lo que es llorar en silencio
y levantarte sin que nadie lo note.
Por eso hablás.
Porque no sabés lo que cuesta sobrevivir.

Te molesta la fuerza ajena
porque te recuerda tu mediocridad.
Juzgás con impunidad,
porque en el fondo sabés
que no podrías resistir la mitad de lo que otros callan.

Te escondés en palabras bonitas,
en frases robadas, en una imagen pulida,
pero si alguien rasca apenas tu superficie,
la verdad se desploma.

Sos el típico que señala lo torcido
sin mover un dedo para enderezar lo propio.
El que exige respeto
mientras humilla con una sonrisa.

Y todavía creés que tu juicio vale.
Que tu opinión es necesaria.
Pero nadie te la pidió.
Y lo que das no pesa. No deja huella. No transforma.

Porque para ser juez,
hay que haber vivido.
Hay que haber sangrado y callado.
Y vos, sinceramente…
no calificás.

Así que cállate.
Mírate.
Y cuando te atrevas a enfrentarte de verdad,
recién ahí —si queda algo de vos en pie—
podés abrir la boca.

Hasta entonces,
guardá tu dedo.
El mundo no necesita más verdugos disfrazados de virtud.