Mi último rezo:

Silvestre, reina mía.

Aquí, en la portezuela segregada de la última penalidad, imploro tu misericordia.
No me abandones, no rechaces a la ultima trovadora asesina que discurre las proyecciones anglosajonas del rebaño Overo y qué marchara a tierras lejanas a hurtadillas detrás, por la caballeriza justiciera del penúltimo héroe vencido.

No puedo respirar. El aire me roba el ser. El corazón no estigmatiza lo prohibido.

Y yo, prefiero encomendarme a tu alma hechicera, a tu frente ególatra, a tus manos de ónices, a tu sincera armazón de Diosa.

Reina del panteón mesmerino a las atalayas blancas del alcandor celestial.

Llegó mi hora, he de partír en cuerpo y en paz. Contigo, lejos de Dios, en tu reino de muñecos bufones.

No olvides el estribillo lambrusco, aquella melopea musical, los terratenientes desahuciados y heridos, los niños que se envenenaron con versos y estrambóticos chillidos de amaneceres rotos.
Tenme contigo. Aún navego en líquido amniótico todavía. Creo en ti, bailarina de pasiones entre humanos famélicos, entre las niñatas que ya no pueden hablar.