La ciudad sin ojos
La ciudad sin ojos se desmelena, aturde:
Trasgo. Espelunca. Locura.
La furia brama por mil carburadores,
monos aulladores,
que un guardia dirige a toque de silbato,
jusqu´à ce que, fou de rage, il craque, éclate.
Mujeres elegantes postulan por la calle:
aguantan frío y batahola,
lucen el oro y la cianea,
el diente enseñan y ruborizan la mejilla;
cual ascidios que viven en la roca.
El abrigo decoran con profusión de pegatinas,
segunda piel, visón cálido y mullido.
Lucen el lirio impoluto de la sonrisa
y hacen ruidoso arqueo de alcancías.
Su bondad sorprende en el río de bronce
como una flor que flota en la ignominia;
del hambre que hincha la barriga
libran a miles de infelices,
si arriesgan su dignidad al frío.
Si mendigan, embellecen las ciudades;
con su aporte, el colector supera la crónica disnea.
Vienen a mitigar el hambre del mendigo
que imagina su verdadera piel al borde del vahído
e inhala monóxido de carbono,
entre cartones.
Consiguen que se cierren las navajas luctuosas
y que la sangre refluya a los cuerpos moribundos,
un milagro como el de los panes y los peces.
El oído a Milanés y el ojo a Umbral conceden,
acordes con los tiempos, progresistas,
postulan entre la multitud, las manos
extendidas, cual ménades benévolas,
hasta que el estupor las paraliza,
la sensatez regresa
y vuelven a sus casas, satisfechas, convencidas
de haber salvado con su colecta el día.
Se hundieron en el semoviente río de hidrocarburo
para luchar contra el cáncer y salvar al mundo:
unámonos al encomiable esfuerzo,
y veremos juntos una futura, incierta primavera.
("Poemas interiores")
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