Pedirle más al día
CUANDO EMPEZAMOS A PEDIRLE MÁS AL DÍA
Y empezamos a pedirle más al día:
más calma, más amor, más sentido, más pausa, más respuestas.
Más espacios donde respirar sin miedo.
Más encuentros que no desgasten.
Más tiempo que no se escape entre las manos.
Más presencia, más verdad, menos máscaras.
Más momentos que no pasen de largo como si no importáramos.
P
Porque alguna vez el día no nos dio lo que necesitábamos, y no queremos que vuelva a ocurrir.
Porque aprendimos a cuidar, y ahora nos atrevemos a desear también ser cuidados.
Porque ya no basta con sobrevivir: queremos vivir, y vivir con sentido.
Pedimos más porque hemos amado y perdido, y sabemos lo frágil que es la belleza.
Porque ya no nos basta el ruido; ahora buscamos el eco de algo verdadero.
Porque no queremos desperdiciar lo que queda de tiempo,
ni callar lo que aún late dentro.
Y sí, quizá el día sigue siendo el mismo.
Pero quien lo habita ahora es alguien que ha despertado.
Y pedir más no es un defecto,
es un acto de amor propio.
Porque queda menos.
Y cuando queda menos, uno ya no se conforma con lo que apenas sostiene.
Queremos lo que nutre, lo que vibra, lo que de verdad nos toca.
Ya no nos dejamos llevar por lo que simplemente “vale para el grupo”.
Porque aprendimos a distinguir lo que vale para nosotros.
Porque hemos vivido suficiente como para saber que el tiempo no es colectivo,
que el dolor es particular,
que el gozo también lo es.
Ahora somos más nosotros.
Un “más” que no es cantidad, sino profundidad.
Un “más” que incluye lo que antes no cabía:
nuestras sombras, nuestras rarezas,
lo que no gustaba a los demás pero sí a nosotros,
lo que callamos tanto tiempo por miedo a no encajar.
Ahora sabemos mejor lo que nos gusta y lo que nos disgusta.
Y también sabemos lo que no hay, lo que no se compra ni se mendiga.
Y ya no queremos perdernos más en lo que no vibra, no sana, no enciende.
Así que sí:
pedimos más al día.
Porque nos pedimos más a nosotros.
Y eso, aunque duela a ratos,
es una señal de que estamos más vivos.
Y sin embargo —qué paradoja—
en la vejez parece que ocurre lo contrario:
con nada, uno se conforma.
Un trozo de pan. Una silla al sol.
Una conversación sin prisa.
Un silencio compartido.
Pero eso no siempre es resignación.
Es sabiduría del ser.
Es que el cuerpo pide menos,
pero el alma ya sabe lo que quiere.
Y lo quiere sin ruido, sin adornos, sin necesidad de demostrar.
En la juventud, pedimos más porque estamos descubriendo.
En la madurez, pedimos más porque ya sabemos lo que no queremos perder.
Y en la vejez…
en la vejez ya no pedimos tanto,
porque hemos encontrado lo esencial.
Parece conformismo, pero no lo es.
Es desnudez elegida.
Es poder decir:
“Esto sí. Esto basta. Esto tiene sentido para mí.”
Y a veces, basta con comer un pedazo de chocolate.
No porque sea especial, sino porque ese momento lo es.
Porque tu cuerpo lo pide, porque tu alma lo agradece.
Y también porque ya no quieres levantarte a gastar fuerza innecesaria.
No es pereza.
Es consciencia de lo limitado.
Es cuidado.
Es saber que no todo merece tu energía,
que no todo lo urgente es importante,
que hay placeres pequeños que sostienen más que mil metas grandes.
Antes habrías corrido.
Te habrías exigido.
Te habrías juzgado por no levantarte.
Ahora eliges no moverte.
Y en esa quietud, hay una dignidad nueva:
la de saberte merecedora de descanso,
de disfrute sin explicación,
de ternura sin testigos.
Ese pedazo de chocolate no es sólo azúcar.
Es un acto de presencia.
Es decirle al día:
“Te recibo como vienes, pero esta vez, a mi ritmo.”
Y así, pedazo a pedazo,
te vas haciendo casa de ti misma.
Sin apuros.
Sin necesidad de justificar.
Porque pedir menos al mundo puede ser, a veces,
pedirte más amor.
28/05/2025
© Dikia
Alde
Alde
Miembro del Jurado/Amante apasionado
Miembro del Equipo Miembro del JURADO DE LA MUSA
Dikia dijo: ↑
CUANDO EMPEZAMOS A PEDIRLE MÁS AL DÍA
Y empezamos a pedirle más al día:
más calma, más amor, más sentido, más pausa, más respuestas.
Más espacios donde respirar sin miedo.
Más encuentros que no desgasten.
Más tiempo que no se escape entre las manos.
Más presencia, más verdad, menos máscaras.
Más momentos que no pasen de largo como si no importáramos.
Pedimos más, no por avaricia, sino porque hemos sentido el peso del vacío.
Porque alguna vez el día no nos dio lo que necesitábamos, y no queremos que vuelva a ocurrir.
Porque aprendimos a cuidar, y ahora nos atrevemos a desear también ser cuidados.
Porque ya no basta con sobrevivir: queremos vivir, y vivir con sentido.
Pedimos más porque hemos amado y perdido, y sabemos lo frágil que es la belleza.
Porque ya no nos basta el ruido; ahora buscamos el eco de algo verdadero.
Porque no queremos desperdiciar lo que queda de tiempo,
ni callar lo que aún late dentro.
Y sí, quizá el día sigue siendo el mismo.
Pero quien lo habita ahora es alguien que ha despertado.
Y pedir más no es un defecto,
es un acto de amor propio.
Porque queda menos.
Y cuando queda menos, uno ya no se conforma con lo que apenas sostiene.
Queremos lo que nutre, lo que vibra, lo que de verdad nos toca.
Ya no nos dejamos llevar por lo que simplemente “vale para el grupo”.
Porque aprendimos a distinguir lo que vale para nosotros.
Porque hemos vivido suficiente como para saber que el tiempo no es colectivo,
que el dolor es particular,
que el gozo también lo es.
Ahora somos más nosotros.
Un “más” que no es cantidad, sino profundidad.
Un “más” que incluye lo que antes no cabía:
nuestras sombras, nuestras rarezas,
lo que no gustaba a los demás pero sí a nosotros,
lo que callamos tanto tiempo por miedo a no encajar.
Ahora sabemos mejor lo que nos gusta y lo que nos disgusta.
Y también sabemos lo que no hay, lo que no se compra ni se mendiga.
Y ya no queremos perdernos más en lo que no vibra, no sana, no enciende.
Así que sí:
pedimos más al día.
Porque nos pedimos más a nosotros.
Y eso, aunque duela a ratos,
es una señal de que estamos más vivos.
Y sin embargo —qué paradoja—
en la vejez parece que ocurre lo contrario:
con nada, uno se conforma.
Un trozo de pan. Una silla al sol.
Una conversación sin prisa.
Un silencio compartido.
Pero eso no siempre es resignación.
Es sabiduría del ser.
Es que el cuerpo pide menos,
pero el alma ya sabe lo que quiere.
Y lo quiere sin ruido, sin adornos, sin necesidad de demostrar.
En la juventud, pedimos más porque estamos descubriendo.
En la madurez, pedimos más porque ya sabemos lo que no queremos perder.
Y en la vejez…
en la vejez ya no pedimos tanto,
porque hemos encontrado lo esencial.
Parece conformismo, pero no lo es.
Es desnudez elegida.
Es poder decir:
“Esto sí. Esto basta. Esto tiene sentido para mí.”
Y a veces, basta con comer un pedazo de chocolate.
No porque sea especial, sino porque ese momento lo es.
Porque tu cuerpo lo pide, porque tu alma lo agradece.
Y también porque ya no quieres levantarte a gastar fuerza innecesaria.
No es pereza.
Es consciencia de lo limitado.
Es cuidado.
Es saber que no todo merece tu energía,
que no todo lo urgente es importante,
que hay placeres pequeños que sostienen más que mil metas grandes.
Antes habrías corrido.
Te habrías exigido.
Te habrías juzgado por no levantarte.
Ahora eliges no moverte.
Y en esa quietud, hay una dignidad nueva:
la de saberte merecedora de descanso,
de disfrute sin explicación,
de ternura sin testigos.
Ese pedazo de chocolate no es sólo azúcar.
Es un acto de presencia.
Es decirle al día:
“Te recibo como vienes, pero esta vez, a mi ritmo.”
Y así, pedazo a pedazo,
te vas haciendo casa de ti misma.
Sin apuros.
Sin necesidad de justificar.
Porque pedir menos al mundo puede ser, a veces,
pedirte más amor.
28/05/2025
© Dikia
Conoce más del autor de "Pedirle más al día "