e s q u i z o f r e n i a

Hagamos un ejercicio de imaginación un minuto:

Cruzar una caverna con estalagtitas que gotean sangre, y estalagmitas que son géiseres de baba, enterarte que la caverna es una boca; escapar corriendo y usar su lengua viperina como tobogán. Voltear y ver a un payaso, cuya mitad del rostro tiene un maquillaje corrido y está surcado de moretones, y la otra tiene un sórdido maquillaje rojo y negro, colores que no podés ver sin que se te exalte el cuerpo entero. No te pierdas el detalle de que es gigante; su uniforme amarillento, que un día fue blanco, está también bañado en líquido vital y, con sus manos de uñas de cuchillos, intenta aplastarte. Despertar en un charco de sudor frío.

Hasta ahí todo es normal, ¿no? Podés imaginar que eso te pase.

Ahora imaginate sentarte en la cama, apartando tus sábanas, y ver al mismo payaso a menor escala en una esquina de tu habitación. Con unos grilletes que lo anclan al calentador y unas esposas que lo apresan a las rejas de la ventana, que sabés que puede romper en cualquier momento, y él también lo sabe, por eso te mira, sonriente, malévolo, esperando inquieto, inquietante, a que vuelvas a cerrar los ojos.

Mis pesadillas no empiezan cuando me acuesto a dormir, ni acaban cuando me despierto.