Dormida
La encontró en un lecho de almohadas sumergida en el blanco como una especie de criatura mitológica, mientras el cabello negro se desparramaba sobre su rostro y lo enmarcaba en una mueca de paz inalterable.
Aquello le produjo un placer indecible e inigualable, pero se mantuvo inmóvil junto al umbral de la puerta desde donde la observaba como una estatua de carne. Ella de pronto se removió en las sábanas, las almohadas temblaron y desde su interior, como un capullo que florece, brotó su desnudez.
Él se llenó de ella. Avivó su corazón con aquel cuello hirsuto que desveló el removimiento, y los pechos tersos de pezones oscuros y dulces.
Se llenó del clamor silencioso del olor que la envolvía y que sentía aunque era imposible que le llegase, se llenó de la línea de vellos que conectaba su pubis con el vientre, y con el triángulo delicado que componía su sexo.
Se llenó de los muslos, de la clavícula, del placer. Alabó al pintor que la había dibujado en su cama, y a los dioses generosos que la habían traído para él.
Caminó entonces hacia el prodigio, hacia la ninfa, hacia su mujer, y sintió el fuego arder.
Un hilillo de saliva se deslizó por la comisura izquierda de su boca, y sintió que no era más que una caricia para aquellas facciones. Una plegaria brotó de su boca y unos dedos incrédulos apretaron la carne.
De ella salió un quejido suave, dulce, profundo, y una lengua la probó. Sorbió del pecho como un niño huérfano, y le apretujó contra sí.
Una desesperación casi enferma se aventuró en su diafragma y soltó aquel botón para entonces encontrarse con sus labios.
Unas pestañas del color del carbón aletearon, y una forma difusa apareció ante ella. Él la besaba, y ella al encontrarlo lo continuó. La carne se le erizó, el vientre se humedeció, y la vida floreció.
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