¡Adiós, Leonard!
Son las seis.
El despertador suena
golpeando mis oídos mientras clava
su hora fluorescente en el iris
de mis ojos soñolientos…
Lo apago y me abrazo a mi almohada
como un náufrago a su balsa.
Me quedo
hito en las piedras del camino: con
las manos en mi pecho y la vista en
el techo de mi cuarto.
El sol se cuela sin permiso por
las jambas y el dintel de la ventana,
dibujando destellos imprecisos
que se abren como blondos abanicos
desplegando sus luces tempraneras
por los vahos de mi cuerpo que se expanden
por el aire.
Por mi dormitorio flotan trozos de
mis sueños navegando como barcos
solitarios.
¡Mi mente es un baúl sin ropa!
¡Mi alma se despereza volando por
encima de mi frente como una gaviota...!
Todo está igual que ayer: las mesitas,
el armario de seis puertas, mi traje
sobre el galán, que se yergue como
una cruz de palo sobre las cenizas
de la noche.
Me levanto y me hago el desayuno,
mientras oigo en el televisor
que se ha muerto Leonard Cohen.
Siento un pellizco. Mi alma deja de volar
y se esconde.
Cojo un disco y me pongo a escuchar
"So Long, Marianne" mientras miro el cielo
desde mi ventana.
Me siento triste.
Las lágrimas me enturbian los ojos…
Los recuerdos me oprimen y acongojan...
Y rezando un Padre Nuestro, pienso:
"Leonard, que Dios te lleve hasta donde
brilla la luz de tu amada y relucen las
estrellas y los soles."
Autor Francisco López Delgado.
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