Las rejas del cementerio de Brockenhurst
Las rejas del cementerio de Brockenhurst
(Paniccia Leonardo David)
Había nacido una medianoche helada de un 12 de enero del año 1914, y era el menor de ocho hermanos, tres mujeres y cuatro varones. Mis padres fueron siempre humildes, trabajadores y con principios. Vivíamos en una pequeña vivienda en el pueblo de Brockenhurst, Inglaterra, un pequeño pueblo fantasma de no más de dos mil aldeanos en el medio de un gigantesco bosque.
Nuestro hogar se encontraba por supuesto a las afueras del pueblo, desde allí, comenzaba un pequeño camino de tierra rodeado de inmensos árboles antiguos y desfigurados, el cual terminaba en el siempre olvidado cementerio local.
El alcalde del pueblo le había ofrecido la casa a mi padre, a cambio de cuidar el cementerio, abrir sus candados por la mañana y cerrar cuando caía la noche, limpiar, ordenar y todo tipo de tareas. Mi madre, hacia lo que podía en la casa, cuidaba de nosotros y mantenía con mucho cuidado la huerta y la granja. No sabíamos lo que era un coche, ni las fiestas, incluso había años que las navidades se pasaban por alto. Éramos pobres, pero, aun así, todos tratábamos de ayudar en lo que podíamos, éramos gente buena, éramos unidos.
A los cuatro años de edad fue la primera vez que mi padre me llevaría a su trabajo, una de mis hermanas había enfermado y mi madre debería ir al pueblo, como no quería dejarme solo, a cargo de mis hermanos, me llevo consigo.
Recuerdo perfectamente que sería una aventura, eso pensé, salir de casa, atravesar las hileras de árboles que formaban un techo sobre el camino de tierra floja, llegar al trabajo de mi padre, alejarme por un tiempo de los brazos de mi madre, y ver por primera vez eso que todos llamaban el cementerio.
Había sido una noche tormentosa, los animales a toda hora se hicieron sentir, y a la mañana el cielo estaba totalmente gris, esos días me llenaban de tristeza y melancolía, sin embargo, después de caminar en silencio durante treinta minutos, llegamos a la entrada. Mis ojos vieron por primera vez las enormes rejas, y mis ojos creo que eran aún más enormes, mi padre saco su llave atada a un alambre enroscado y abrió los candados, tras el crujido del óxido raspándose, corrí y entre, estaba totalmente feliz.
Mi padre se sonreía al ver la felicidad reflejada en mi cara, llena de asombro también, mis gritos, mis cantos, mis saltitos que hacían bailar mis rulos rubios.
Después de un tiempo me llamó, me dijo que me sentara a su lado, y con la calma que lo caracterizaba me explicó detalladamente y sin rodeos donde estábamos, de que se trataba, que eran todas las cruces, nombres, flores.
No dejaban de bajar manos difusas tratando de llegar a mí, figuras imprecisas, cuerpos, los llantos eran ensordecedores, las imágenes frente a mí, las palabras que se mezclaban con los gritos, de acá, de allá, de todos los rincones del cementerio.
Desvanecí, y lo próximo que recuerdo es que ya estaba en casa, en mi cama, acostado, rodeado de mis hermanos, de mis padres y de un doctor quien decía que solo había sido un susto, que fue algo traumático, con mi corta edad, que debía digerir toda esa información, y que seguramente estaría muchísimo mejor después de descansar.
Pasaron los años y fui el único de mis hermanos quien había comenzado la escuela. Recuerdo que debía caminar muchísimo y llegaba exhausto, no solo a la escuela, sino que también de regreso a casa. Ya mis hermanos varones habían marchado a distintas ciudades, donde habían encontrado trabajo. Una de mis hermanas, la mayor de ellas, se había casado, y mudado a Londres, y la otra trabajaba en una zapatería en el pueblo, había tenido una niña, y vivía junto a un joven que se dedicaba a la pesca. Ahora éramos solo tres, mis padres que se avejentaban día a día, y yo.
Los días pasaban sin mayores sorpresas, prácticamente estaba fuera de casa la mayor parte del día, volvía a la tardecita, ayudaba en lo que podía, hacia los deberes de la escuela, y cenábamos. Luego de la cena ya abatidos, nos disponíamos a descansar. Y así, día a día, llegue a los doce años, mis doce años los cuales nunca jamás olvidare.
Aquel invierno parecía haber sido el más frío que había vivido, y desafortunadamente mi madre había enfermado. Estaba delicada, muy débil, y no tuve más remedio que dedicarme a la granja y a los vegetales. Mi padre, un hombre ya castigado por la vida, seguía con su trabajo de siempre.
Una noche de lluvia torrencial, mi padre parado en la puerta de mi pieza me sorprende para decirme que mi madre había muerto. Recuerdo sus palabras como martillazos al corazón, recuerdo sus lágrimas, mis lágrimas, recuerdo la frente fría y dura de mi madre al apoyar mis labios para regalarle uno de mis últimos besos.
Aquella fue la noche más larga de mi corta vida, al menos hasta entonces, mi padre y yo, solos los dos, hora tras hora, y, en su cama, mi madre. Antes de que amaneciera ya estaban todos mis hermanos, y al mediodía, nos encontrábamos atravesando aquellas rejas oxidadas, volvía nuevamente a verlas.
Lloviznaba, un viento helado llegaba del sur, algunos familiares lejanos, amigos de la familia, y nosotros éramos el paisaje de aquel triste mediodía.
A medida que nos acercábamos a su tumba, el destino me regaló cada detalle de lo sucedido ocho años atrás.
Esta vez sentí el frío en mis huesos, y mi mente parecía transformarse. Aún faltaban unos veinte metros para llegar a la fosa cuando mis piernas se aflojaron y la realidad ya se había desfigurado. Detrás y delante de las innumerables cruces de fierro podía ver personas, sentadas, acostadas, en una especie de rezo o plegaria, una vez más sentía el llanto desgarrador en todas las direcciones, sentía el mismísimo y verdadero dolor. Yo aun consciente veía el contorno de esas figuras grises, blancas, estirando sus brazos para llegar a mí, para llegar a mis hermanos, a mis padres, al sacerdote, a todos nosotros, pero ellos los ignoraban, como no siendo capaz de ver lo que estaba ocurriendo.
Ahora gemidos, y lágrimas, y otra vez los llantos desgarradores, la angustia, podía sentir el veneno, sentir el olor a cuerpo podrido, podía verlo todo ahora con nitidez. Y mi familia, aun sin notarlo.
Algo me roza el hombro y cuando giro, aquel rostro blanco, de una anciana de ojos grises, y su grito aterrador retumbante en mi cabeza, hacen entrarme en razón de que eso no era humano, el hielo corre por mis venas y me desmayo.
Al día siguiente despierto en casa, y para mi asombro, solo estaba mi padre, en la cocina. Me levanto, me dirijo a él, y solo conversamos de mi madre, largas horas dedicadas a mi madre, lo que me había sucedido aquella tarde lo pasamos por alto.
Esta vez sin el veredicto del doctor, trate de pensar y engañarme a mí mismo de que era nuevamente un estado particular, un shock, por todo lo sucedido, por la muerte de mi madre, pero esa vez había sido distinto, en el fondo sabía que eso era real.
Crecí junto a mi padre, y al pasar el tiempo ya me había mudado al centro de Brockenhurst, una casa antigua pero hermosa frente a la plaza, había empezado a trabajar a tres cuadras de mi nuevo hogar y en ese entonces era el encargado del correo.
De vez en cuando visitaba a mi padre, que ya estaba viejo y aun así seguía con su mismo empleo.
Mi vida se había tornado tranquila, era una persona mucho más sociable, compré un sencillo auto, incluso había conocido una joven hermosa con la cual pasábamos dulces horas de la vida.
Había dejado de pensar en aquellos acontecimientos que había tenido de niño, al menos, hasta entonces.
Un día mientras clasificaba cartas que llegaban de las grandes ciudades, recibo una llamada telefónica del alcalde del pueblo. Me explicaba que la gente se había quejado del abandono del cementerio y cuando quisieron comunicarse con mi padre, lo habían encontrado muerto en aquella vieja casona.
El dolor fue espantoso, intenso, sentí la vida escurrirse en mis manos.
El terror no se hizo esperar, y renació en mí cuando supe que debería volver al cementerio.
Esta vez me negué, pasé la tarde y la noche junto a mi padre en la misma habitación donde mi madre había muerto. Al día siguiente, me rehusé a acompañarlo al cementerio, de todos modos, los recuerdos ya estaban latentes.
Dos años después de la muerte de mi padre, mi vida comenzaría a cambiar drásticamente.
Una mañana, igual a todas, salía de mi casa para dirigirme a la oficina del correo, era mi trayecto habitual. Cruzaba la plaza pensando el aquella maravillosa mañana cuando de repente veo a una persona sentada en un banco dirigiendo su mirada de una forma peculiar en mí. Me detengo y con el brillo de los primeros rayos de sol en mis ojos, trato de descubrir de quien se trataba.
Por mi piel corría un extraño sentimiento de paz, sentí que el mundo se había detenido, parecía haber una mueca, una dulce sonrisa en la cara pálida de esa señora que estaba mirando como una madre jugaba con su hija de unos tres años de edad. Pude ver que la mujer vestía unas largas ropas blancas, que con el sol parecían brillar. Yo inmóvil, allí, acercándome cada vez más, paso a paso, cuando de una forma extraña ella se levanta del banco, y desaparece.
Había quedado confundido por horas, no sabía si eso había sido especie de mi imaginación, si había enloquecido una vez más como ya lo había hecho en un par de ocasiones, o si simplemente nunca ví por donde se había alejado.
Ese suceso se repetiría, una y otra vez, la misma plaza, el mismo banco, la misma señora. Ese suceso se repetiría también, pero en otros lugares, y con otras personas.
Admito que estaba completamente asustado y confundido al principio, luego comprendí que debía tomármelo con más calma. Dia a día podía ver como diferentes personas, que podían ser solamente percibidas por mí, al menos eso creía, se detenían a observar a otras personas. Adiviné que generalmente observaban a familiares, a personas cercanas, y entendí que ese momento, para ellos, era un momento de total felicidad y paz.
Tenía ese don, si se lo puede llamar don, tenía esa capacidad, esa sensibilidad.
Los sucesos en el cementerio habían sido un trago amargo en mi vida, un circulo que aún no podía cerrarse, un misterio, una incógnita. Esos sucesos me despertaban por las noches, sin explicación, vivía pesadillas. Aun, tenía clavado en mí, los ojos muertos de esa anciana, aun sentía de vez en cuando esas quejas y llantos. Sentía que algo estaba inconcluso.
Y otra vez el destino me toma de la mano, me empuja a ir por más, y como una especie de imán, me hallaba viajando hacia las venditas rejas, en mi auto a toda velocidad, llenando de polvo aquel cielo de árboles viejos.
Atravieso las rejas oxidadas, que esta vez ya estaban abiertas, y casi sin aliento comienzo a caminar, deambulando, sin saber hacia dónde me dirigía. Me detengo sin sentido en una cruz, su inscripción era casi ilegible. Era una señora que había vivido unos 92 años y que había muerto en el año 1894. Me di cuenta que esa señora era un familiar muy lejano de la tía mi madre y cuando me distrae el aleteo de un cuervo despavorido la otra realidad ya estaba frente a mí.
Hasta el mismo cielo se había transformado, los adoquines debajo de mis pies ahora eran negros y pegajosos, otra vez el viento, y la noche, y los llantos y alaridos. Una vez más el terror, y los espíritus queriéndose abalanzar sobre mí.
Me había prometido ser aún más valiente, debía superarlo de una vez por todas.
Me siento mareado y me quiero apoyar en la tumba de aquella anciana a mi lado. Caigo de repente y sin querer abrazo esa áspera y pesada cruz, y la mujer se hace luz, se convierte en brillo, con una sonrisa encantadora se aleja de mí, se aleja increíblemente hacia el cielo, fugaz, con su mirada de agradecimiento, sus ojos ahora dulces llenos de paz.
Mientras seguía rodeado de la obscuridad y los lamentos, de los gritos y gemidos, de la sangre y el olor a cuerpo podrido pude comprenderlo todo. Ahora sí, había entendido los misterios por completo.
Y mi mente, aturdida, desesperada, explotaba. Y mi mente me regalaba lo inconcluso, para volverse espanto.
Existían tres clases de personas…
Los vivos, los que perseguimos sueños y metas, los que vivimos añorando la plena felicidad, para darnos cuenta en el último suspiro que la felicidad ya la habíamos disfrutado, por instantes, por momentos, por segundos. La gran felicidad es la que transitamos junto a nuestros amados. A veces dura realidad, a veces cruda, a veces duele, pero los instantes se hacen magia y recuerdos, los momentos son la vida misma, los encuentros y las palabras. No somos conscientes de que nuestras huellas son la mera felicidad. Subimos al barco y deseamos llegar pronto a puerto, cruzando el océano que es la felicidad. Giramos, volamos, saltamos, bailamos y las almas aturdidas se miran de reojo esperando que nuestros cuerpos se detengan, por instantes, por momentos, por segundos. Dios nos da el tiempo que deseemos, y pedimos más. Subimos la montaña y nos sentimos vacíos, bajamos, la volvemos a subir, una y otra vez.
Las personas que mueren, que son enterradas, y esperan en algún cementerio, con ira, con sed de venganza, con sus cuerpos destilando el pecado, ser visitadas por su misma sangre, y obtienen el perdón. Se convierten en espíritus y en estrellas, y poseen el don de poder saltar de vez en cuando a llenarse el alma de paz al ver a sus hijos, sus esposas o esposos, sus padres, o un amigo. Y vuelven al firmamento, porque su desgracia se convierte en paz.
Y las personas que mueren, y son olvidadas, los espíritus sin armonía. El verdadero infierno está demasiado cerca, es el propio cementerio. Esperan, algunos, días, otros, meses, incluso años, a veces la eternidad. Esperan su sangre que nunca los libera del auténtico calvario y tortura. Yacen eternamente entre las cruces incomodas del infierno. La ira crece día a día, la desesperación por un ¨salvador¨, se confunden y acechan, dañan. Repiten la historia luna tras luna, olvidados esos cuerpos quemados. Los ojos perdidos, sin alma. Merecen la maldición que cubre su esencia, sin descanso en la penumbra.
Yo seguía siendo de los primeros, pero podía ver el fuego, y la sangre sobre las tumbas. Podía ver esos espíritus suplicándome el perdón. Sentía en carne propia sus lamentos, arrepentidos, abatidos, el sufrimiento. Podía ver en sus miradas la muerte y sus pecados. Era aterrador, pero al menos ahora lo comprendía.
La espesa niebla en aquellas tierras de demonios de furia ya había llegado a mi rodilla, y cada segundo que permanecía observando el abismo, más intensamente los espíritus me hostigaban.
El olor ya era nauseabundo, y el terror ya se había apoderado una vez mas de mí. Inmóvil siento que alguien o algo quiere apoderarse de mí me sostiene del pie. Yo ciego a esas alturas salgo corriendo hacia la entrada, desesperado mi corazón no dejaba de latir, incansablemente, y la piel erizada apretaba mi pecho.
Ya estaba en la entrada, y dispuesto a desaparecer por siempre de esa tierra de pesadillas. Siento la sangre caliente correr por mi garganta, siento mil vidrios clavados en la frente, siento un golpe resonante en mi mente y ya no puedo avanzar.
Siento mi último latido, y mi último suspiro, y la melodía de un suave violín, y por esas rejas oxidadas veo un cuerpo ensangrentado en mi auto destrozado frente a uno de esos árboles que parecían abrazarlo.
(Paniccia Leonardo David)
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