La máscara roja
Por nuestra calma y nuestra perseverancia, no sólo nos encontramos a nosotros mismos, sino también a nuestras almas y al mismo Dios.
-P.P
Homenaje a J.A.F
La máscara roja
Sus largas cavilaciones nunca le sorprenden.
El ajetreo diurno o matutino le tiene acostumbrado.
Oír los huecos sonidos copar los pasillos silenciosos, apenas dibujan en su rostro demacrado, una risa.
M
Él un monje sencillo y con aires a catalán que le venden, ingresa al complejo dispuesto a entablar una batalla. Entre armas y espadas nadie se rehúsa.
El conjunto de hombres inicia el conteo
el fusil tras sus hombros descansa
las líneas enemigas tiemblan, llego el momento de la contienda final.
A este susodicho sacristán le conocen muy bien.
Sus increíbles estrategias que vislumbran sus cálculos siniestros, estremecen.
Puesto que en aquel patíbulo sancristano las voces opuestas relamen sus heridas.
Le han bautizado con un nombre maldito:
¡He allí, la máscara roja!
(ideal esplendor, guardián taciturno, espejismo de vanidad)
¡He allí, al genuino estandarte!
(Entre sus cofias negras de nomenclaturas obsidianas, respiran un beso)
¡He allí, al capellán superior, guerrero magnánimo!
(Ya que ni Alejandro mismo logro derrotar sus sequitos imperiales)
¡He allí, al cura lóbrego!
(Ha venido desde lejanas tierras dispuesto a encarcelar a Próspero, quién osó robar a María santísima.)
El sol, eterno eclipse de multitudes de galaxias
baja siempre a la hora ideal para templarle.
Si las oraciones están completas en tiempo y forma, podrá alimentarse este bienhechor de su fiereza.
El sacerdote, entonces, invoca mentalmente una súplica.
Su próximo enemigo es el Belcebú negro:
— ¡Dios mío, hágase tu voluntad santa!
Y comienza a luchar siempre protegido sin saberlo, por sus mejores guardianes de origen celeste.
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