Eterna agonía

Odio tener miedo a quedarme sola. A mirarme al espejo como hago desde que tengo uso de razón porque todos los monólogos son sobre lo vacía que me siento y lo mucho que debería haberte dicho y ahora nunca podré.
Odio cabrearme una vez más con el invierno, porque hacía un par de años por fin la nieve no me traía escarcha al corazón y de nuevo, como siempre, vuelve la vida a hacerme odiar la Navidad, porque de qué sirve poner luces si ahora están rotas, ninguna va a iluminar lo oscura que has dejado mi alma al haberte marchado.
Odio tener miedo a ir a clase porque parece que vas a aparecer por la puerta pero nunca lo haces, a que pasen lista y tensarme hasta que el apellido no pasa de la letra B, que me tiemblen las manos y ese sutil mareo cuando mis insensibles profesores hablan de la muerte como si fuera una broma. Ya no me sale reírme de la muerte. No puedo hablar de accidentes sin recordarte y saber que no pude evitarlo. No pude evitarlo.
Odio que esto me haya enseñado que no puedo cambiar el mundo y que somos insignificantes, que no controlamos nada. Nada.
Odio que no me salgan las lágrimas, que por tu culpa ahora entienda todos los poemas sobre muerte y tristeza impotente, que cante incluso canciones alegres gritando, al borde de la locura, que se me rompa la voz y me arañe la garganta cerrando los ojos intentando que oigas mis súplicas, que escuches mis lamentos.
Odio saber que te tuve tan cerca y no lo valoré lo suficiente.
Odio a la que soy cuando ya no estás para adorarme y apreciarme con esos ojos café que nunca más volveré a ver.
Hacía mucho tiempo que había olvidado quién era. No sabes cuánto me destroza saber que fuiste tú quien me ayudó a encontrarme, a decir en voz alta lo que soy, lo que tengo, lo que nunca seré y de lo que carezco, sin miedo. Gracias a ti pude ver cosas de mí que no sabía que aún tenía.
Odio que te hayas ido antes de poder decírtelo, odio que tu ida me haya dejado lo que va a ser una eterna agonía.