Espronceda Himno a la inmortalidad

Ya el sol esconde sus rayos,
El mundo en sombras se vela,
El ave a su nido vuela.
Busca asilo el trovador.

Todo calla: en pobre cama
Duerme el pastor venturoso:
En su lecho suntuoso
Se agita insomne el señor.

Se agita; mas, ¡ay! reposa
Al fin en su patrio suelo;
No llora en mísero duelo
La libertad que perdió.

Los campos ve que a su infancia
Horas dieron de contento,
Su oído halaga el acento
Del país donde nació.

No gime ilustre cautivo
Entre doradas cadenas,
Que si bien de encanto llenas,
Al cabo cadenas son.

Si acaso, triste lamenta,
En torno ve a sus amigos,
Que, de su pena testigos,
Consuelan su corazón.

La arrogante erguida palma
Que en el desierto florece,
Al viajero sombra ofrece,
Descanso y grato manjar.

Y, aunque sola, allí es querida
Del árabe errante y fiero,
Que siempre va placentero
A su sombra a reposar.

Mas, ¡ay triste!, yo cautiva,
Huérfana y sola suspiro,
El clima extraño respiro,
Y amo a un extraño también.

No hallan mis ojos mi patria;
Humo han sido mis amores;
Nadie calma mis dolores
Y en celos me siento arder.

¡Ah! ¿Llorar? ¿Llorar? No puedo
Ni ceder a mi tristura,
Ni consuelo en mi amargura
Podré jamás encontrar.

Supe amar como ninguna,
Supe amar correspondida;
Despreciada, aborrecida,
¿No sabré también odiar?

¡Adiós, patria!, ¡adiós, amores!
La infeliz Zoraida ahora
Sólo venganzas implora,
Ya condenada a morir.

No soy ya del castellano
La sumisa enamorada:
Soy la cautiva cansada
Ya de dejarse oprimir.

Poeta: 
José de Espronceda