Perros
Perros amigos, amigos perros, ¡cómo os echo de menos en la espesura de un día como el de hoy, en el que descansáis en vuestras camas con las panzas boca arriba!
Os habéis hecho más viejos que yo y vivís crispados de los nervios, como yo, y gordos como una vaca en miniatura. No os cansáis de mí ni os preocupáis por la inquietud de mis noches. Cuando duermo, recito el abecedario, me apoyo en la almohada y, en mi mejilla izquierda, las arrugas se intensifican.
Ese remedio que una amiga me ha preparado ha de funcionar porque ella lo dice: una media de algodón, como una venda maldita, que levante mis mejillas y sostenga mi cara durante la noche, para que la ley de la gravedad se aburra y mi piel se eleve, como las elevaciones de las vírgenes milagrosas. Así se cura la vejez que uno imagina incurable, con los fervores de las recetas de quienes ponen toda su fe en la propia virtud y en sus tareas de siempre.
Amo a las mujeres que viven solas y se rodean de aspiraciones vanas, como las mías. Y vengo a deciros que, tanto intento evitar el dolor, que la distancia que impongo entre los sucesos ya vividos y mi cavilar me hace miope.
Quisiera contaros que la ventana estaba abierta, y un aire frío penetraba en la sala donde enfermos y familiares se sentaban a hablar o ver la televisión. Un frigorífico vivía en un rincón de esa sala, tan ajena a la desesperanza. Allí dentro, los familiares reunían alimentos de alto valor nutritivo o cosas apetitosas que los enfermos de cáncer aún podían saborear, casi sin quererlo. Como si la humanidad residiera en el paladar, en la boca, en el acto de tragar.
Javi se deleitaba con los bocaditos de nata, las empanadas, el chocolate, los batidos de frutas y verduras que creíamos fomentarían la vida en un enfermo de cáncer terminal. El frigorífico reafirmaba que la esperanza también se puede refrigerar. Javi estaba sentado de espaldas a la ventana, y yo le cubría su cabeza desnuda, arrasada por la quimioterapia; quería que su cuello estuviera arropado, protegido. Todo su ser estaba indefenso contra la muerte, y deseaba que el aire no le robara su aliento, ni un segundo de su vida.
Queríamos que caminara, que se moviera en esos pasillos del Hospital de San Carlos de Madrid. Javi se levantaba a medianoche, una y otra vez, como en un peregrinaje al váter, para orinar o para defecar, aunque tales actos se hubieran convertido en una lucha colosal. Le escuchaba ir una y otra vez de su cama al baño.
Mi hermano había sido un hombre fuerte; corría por la Casa de Campo bajo la lluvia, se sentía vivo y vigoroso. La fuerza, ¡qué curiosa ventaja es esa que tantas veces usamos para diferenciar la desigualdad entre hombres y mujeres!
La fuerza era poder vivir en paz. Esos momentos para Javi, en que recorría distancias apartándose de todo lo común y desconocido, le ayudaban a vivir, a redimirse de su adicción a la heroína y del sentimiento de alienación que nos ha acompañado a todos. Te he acompañado a veces, he luchado por ti, y te han despedido porque ambos somos justos. Te has reído a carcajadas y me has maldecido. Y yo de poco te he servido con mi indiscutible idiotez. Yo te he visto sufrir y aún no puedo devolverte nada. Y aunque muerto estés, te veo. Veo cómo sostienes el mando de la televisión y cambias de canal una y otra vez; como el ruido te acompaña. No quiero hablar del miedo. Porque yo también soy miope. Y ahora veo los canales, los programas amontonarse, las series, las películas, los documentales, los anuncios... sí, los anuncios que nos hacen olvidar lo que estábamos pensando o viviendo, porque ver, no vemos nada.
Quería que me hablaras de la muerte, que me dijeras que ya estabas harto de vivir, pero no es posible renunciar a la vida cuando se nace hambriento.
Y nos acogiste. No nos habíamos hablado durante más de un año. Aquel día hablamos por teléfono y me dijiste que habías encontrado un trabajo como portero y que "molaba". Te oí hablar con los vecinos. Oí tu humildad, tu buen ser, tu cordialidad, y me conmovió. Yo te había oído gritar, maldecir, devorar piernas de cordero y reprocharnos que te habíamos puesto la mochila; que el hecho de que fueras responsable de la hipoteca de la casa de mamá era una carga insufrible que no podías tolerar, y como Sísifo te habíamos condenado a llevar. Afortunado y desafortunado eras, ya que Sísifo cargaba una enorme piedra en su espalda y tú la hipoteca.
Pero, Javi, aunque vivieras en la casa de mamá, y aunque tuvieras inquilinos en la casa que te ayudaban a pagarla, todo esto continuaba siendo un encierro y un bulo. Así fue, porque un hombre como tú solo podía con una responsabilidad: las horas del día y la custodia de la noche. Ahora odio mi sentido común, mi idea de la necesidad.
Un burro se había escapado en el barrio y andaba suelto por la carretera; me cuentas que te acercaste al animal y lo moviste de la carretera. Me imagino que la generosidad de tus ojos y lo desconocido que eras, era similar al enigma de la vida de los animales.
He leído las cartas donde hablas del servicio militar, de la brutalidad de los altos mandos, de la cobardía que llevaba a que jóvenes de este país murieran bajo los encubrimientos de accidentes. Y, aun así, hablabas de la nieve, de las montañas, de las mulas que subían con pulcritud y resignación un camino que ni sabían a dónde conducía. Concluías con el sinsentido de viajar en medio de una tormenta, para averiguar quizá que la obediencia es un castigo, y la desobediencia también.
Y aún recuerdo cómo bailabas, y tu cabeza se balanceaba como un nido, y parecía que veías en la tierra con la mirada baja, con la alegría de los que se mueven, se despiertan, bailan sin azotar el suelo, sin desperdiciar nada. Me duele el último día en que quería bailar contigo, y no supe saber dónde los músicos viven, ni los instrumentos vuelan. Yo no sabía de bebidas, ni de heroína, ni de hachís, y bajamos andando al barrio. Cuando pienso en tu furia, no la recuerdo; te veo en el hospital de San Carlos comiendo porras y chocolate de un puesto de la calle. Tus últimas porras estaban frías, y moriste con hambre. Me duelen los dedos, me duele la memoria; no quería que murieras, y aun así, la muerte se convirtió en el único camino a seguir. Escribir es una tortura; te veo en mis labios, en los rincones de mi cuerpo, has pelado... los langostinos de la Navidad, los regalos en la mesa, como... No puedo contarlo todo, no voy a describir más tu dulce cuerpo, tu vigor, y no hablaré de tus amores desdichados. Sí que has vencido cada obstáculo, fuera de hierro o de almidón; claro que me has vencido sin querer, que no podemos atender ningún concierto ni comer otro bocadillo de calamares. De todos los que he perdido, tú me faltas.
Comentarios & Opiniones
Trinidad!!! Qué te digo? Me has llevado de la mano en un relato largo, he vivido cada detalle de ese recorrido familiar, enfermedades, costumbres, épocas, muy ameno, muy descriptivo, me ha gustado la visita no obstante al triste tema que trae la obra
Gracias Xio, un beso