¿Hay alguien ahí?, fragmento de la novela: Las tribulaciones de Torda. Capítulo I

No echo de menos mi país, porque si tomo dirección norte, sur, este u oeste, escucho el castellano y me encuentro con mis gentes de España.
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Otra vez, y ya había perdido la cuenta. El pelmazo de mi camarada me zarandeaba como si fuera un frágil muñeco de trapo. Sus nudillos golpeaban de nuevo mi rígido morrión para hacerme la misma pregunta burlona de siempre: «¿¡Hay alguien metido ahí dentro!?».
Pero no me enojaba en absoluto, porque ese ávido parlanchín oriundo de la Requena levantina, era un leal que me conocía bien y sabía distinguir cuando una tormenta estaba descargando lluvia arcillosa sobre mis pensamientos. Por eso trataba de distraerme de la mejor manera que sabía, y eso era a través de sus bromas.
A Federico Sánchez también le apodábamos El niño del Viso, en honor al tiempo de infancia que, con su abuelo, había pasado en ese enclave cordobés colindante con Sierra Morena.
Con un pasado algo turbulento, pero propio de los hombres que manejaban el Registro de Propiedades, este antiguo secretario de haciendas, venido a menos desde su participación en un desafortunado reparto de lindes, ponía ahora tierra de por medio, para deshacerse de las incomodidades de responder ante la Justicia.
Federico, aprovechando que era hombre habituado a zascandilear entre sayas de lino, continuaba incordiándome, entrando adrede en los asuntos de faldas, que siempre habían demostrado ser buenos hábitos para paliar las privaciones de serenidad y los desasosiegos.
En virtud de ello, tras haber atado varias palabras malsonantes, y sabiendo que mi hermetismo era muy propenso a sus envites, me advirtió de que si quería cumplir con espada firme ante las hembras de Flandes, más me valía lustrar mis calzones, pues, según opinaba mi desvergonzado amigo y a falta de incurrir en un error de bulto, esa debía ser mi principal inquietud y no la de ensimismarme en barruntos y mutismos, que me hacían oler a muerto.
―¡Hermano, nubla tu entendimiento con estas amenazas, que, sobre los demás infortunios de la guerra, ya nos alarmaremos en su momento¡ ―me espetó.
Mi compadre se refería a lidiar con unas mujeres que, al parecer hablaban cuatro lenguas, compartían la denominación de flamencas con sus paisanas, y pocas otras las igualaban en belleza con las cordobesas. A razón de estas advertencias, todo indicaba que nos enfrentaríamos a doncellas tan aventajadas que, a buen seguro, nos encandilarían con sus cánticos de sirenas.
Lo mismo me previno sobre la comida, rogándome que fuese frugal con la ingesta de los alimentos, porque, de darme un atracón con una de las hermosas aves que abundaban en los condados, por cierto, muy reputadas por su excelente carne magra, me podía venir un buen dolor de tripas.
Ya se sabe que el español, no está acostumbrado a degustar, esos manjares.
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Comentarios & Opiniones
Caballero, un gusto la lectura de vuestros textos, los cuales invitan al lector a introducirse en la escena a la espera de continuar.
Reciba cordiales saludos.
Muchísimas gracias. Un placer volver a coincidir de nuevo por estos lares.
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