El día discurre lento

El día discurre lento en diáspora de miedo,
derriba nidos de oscuras golondrinas en la casa
vieja, abandonada al polvo y a los pájaros;
oscura es la sombra de la viga a la luz
del ventanal enladrillado en damero;
huele a tierra, estiércol y fatiga.
Bardo íntimo y rural, me desespero:
doy vueltas en la idea yacija del poeta impuro,
estremecido, agazapado,
escondo un rencor disimulado.
Queda el poema, esperma sobre el barro,
sendero familiar y temido, yema inopinada
en el otoño, pétalo desolado en el frío.
Me estremezco al sonido de la aldaba
pero cada cosa está en su sitio:
el libro en el estante,
el pringue de aceite en la alacena,
la cucharada de grasa en la pitanza de la perra.
Tomo el libro y leo las cuitas milenarias
del suicida Ayante y de Tecmesa,
Vivo sin aparente esfuerzo mi presente,
pero me cuesta. Cuesta la noche,
oscuridad bajo la falda lisa,
sexo sucio, átomo y arena,
como una cuerda tensa, una vejiga a reventar.
No descubro resquicios del engaño a la verdad
aunque me emociona el crepúsculo
y el grito desvalido del cárabo funámbulo.
Tomo el cuchillo de hierro comido por el óxido,
desgarrado de tanto olvido,
y supongo que su fuego
animaría alguna pasión oscura,
puede que fuese el instrumento de algún crimen.
El tiempo pasa, demuele, turba, cansa,
deja cicatrices y vacíos en la casa,
dédalo de sueños pavorosos.
Aterido en la sábana,
no puedo concentrarme en Sófocles.
El ojo azul, como un breve e inesperado meteoro
empuja a escarbar en los recuerdos
con la añoranza adolescente de rellenar lagunas,
el ojo azul inquietándome de nuevo.

(Poemas interiores)