Nací en un pueblo andaluz.

Nací en un pueblo andaluz.
Fragmento de mi libro autobiográfico
"La otra cara de Jano"

Nací en un pueblo andaluz blanco, ancho, sereno, hace tanto tiempo que recordar no puedo. Al bautizarme me pusieron el nombre de Francisco, (Paquito para mis padres y hermanos), aunque también solían llamarme Curro, Paco y Pacorro, dependiendo del día y del momento. Aprendí muy pronto a hablar, a correr, a saltar, y sobre todo a ensoñar, mientras contemplaba -en las noches de plenilunio-, la luna llena en el cielo. Solía patalear cuando me reñían por mis travesuras, gritar cuando me mandaban a por un recado, y mi gran afición consistía, en deambular a solas por el campo para coger toda clase de hierbas, subirme a los árboles y bucear como un sapo en los chilancos…, y aunque mi carácter era díscolo y rebelde -y mi comportamiento el de un mal bicho-, también es verdad, que en mis ratos de sosiego, era un niño cariñoso y obediente, -y más bueno que el pan-, según me han dicho. De aquella época guardo infinidad de recuerdos, que hoy, al sentirme cansado y viejo, os quisiera relatar…

Recuerdo bellos atardeceres llenos de luz y colores, inmensos campos de trigo y verdes olivares, unas palomas arrullando, y flotando como una nube en el aire, un sutil olor a jazmín y yerbabuena y claveles reventones: “¡Paquito ven aquí!” –Me decía con voz cálida mi padre-, y yo iba corriendo, -dando saltos de alegría-, para echarme en su regazo y tocar sus manos tan suaves.

Me solía pasar el tiempo jugando, corriendo de un sitio para otro, acompañado de mi fantasía y mi inseparable tirachinas, que me hacía con una horquilla de palo o hierro, un par de elásticas gomas y una recia pala de cuero... Por entonces el tiempo no existía, los días eran largos, -infinitos-, igual que su luz y mis ganas de vivir y conocer cosas nuevas...

Muchas veces me iba al campo, y me tumbaba bajo la sombra de una vieja encina para mirar el cielo azul…, y me quedaba extasiado al contemplar su belleza y su inescrutable infinitud…, y a una nube muy pequeña, que en su lento caminar, se iba transformando, -como por arte de magia-, en infinidad de formas: en una oveja, en un lobo feroz, en un terrible dragón, en una mujer muy bella, o en un rechoncho rey con bigote y barba blanca. Una suave brisa acariciaba mi frente sudorosa, mientras rozaba con la palma de mis manos la hierba fresca, salpicada de vistosas campanillas y amapolas y mis sueños revolaban por el aire entre destellos de luz y sombras. De vuelta a casa regresaba en silencio y muy despacio, por si sorprendía a algún zorzal cantando en una rama, a una lagartija dormitando entre las piedras, o en el chilanco, a una verde rana…, al tiempo que se oía el canto de un cuco, el chirriar de una chicharra, a una perdiz titeando, o el arrear de unas voces lejanas: “¿De dónde vienes Paquito?... ¿Dónde has estado?” - Me preguntaba,
apretujándome contra su pecho, mi madre…

- ¡De dar una vuelta por el campo!
-¡Ay Señor, qué niño más travieso…, Dios quiera que no te pase nada!..

Y me iba después al corral…, y me sentaba junto a la puerta para ver cómo titaban, inflando el buche y arrastrando su enorme cola y las alas, los pavos, y removían el estiércol las gallinas…, y cómo, -después de pisarlas-, se sacudían las plumas los gallos, mientras dibujaba girasoles y casitas con jardín y chimenea con un palito en el suelo, y aventaba la tierra con el bieldo de mis dedos y la palma de mis manos.