Aquí no hay

poema de decadent

Aquí no hay arena blanca, de esa, que en las riberas es suelo firme de caribeñas palmeras plagadas de cocos peludos y toscos, palmeras, que se curvan hasta que sus hojas acarician el suelo y cuando la brisa les sopla, barren la rubia arena con ternura, no, aquí no hay.

Aquí no hay viejos puertos con maderas sarrosas y humedecidas por los interminables azotes de las fuertes olas, ahí, donde los barcos atracan y en las noches silenciosas donde sus desgarradas velas duermen silenciosas, murmuran increíbles historias de sus aventuras en las entrañas del frío mar. Atracaderos, donde los lugareños, promulgan leyendas de míticas bestias, dueñas de los océanos que los valientes surcan en plateadas noches de Luna en Plenilunio. No, aquí resultan inútil tales construcciones.

Aquí, no se ven a lo lejos frondosas sierras que obstruyen la salida del Poniente sol, surcadas por sinuosas y excitantes carreteras; vertiginosas, acantiladas, con curvas finas y pronunciadas; de esas que ocultan en sus profundidades inmaculados y antiquísimos lagos, que los nutren de vida y hermosura. Macizos que hacen al hombre incapaz de distinguir si anda o si vuela, cortesía de las nubes que parecen ser tierra.

Aquí no hay desérticos océanos de arena, donde las temperaturas se fluctúan de extremo a extremo, con la llegada del respectivo día o noche. Lugares que albergan vida aún contra el aparente pronostico, lugares donde la lluvia visita escasos días y, aún así, relucen su esplendor y su magia.

Aquí no hay nada de eso, ni tampoco selvas, ni mares, ni bosques místicos y misteriosos...

Tampoco se encuentran aquí tecnológicas construcciones; edificios cristalizados y altísimos, que aparentan ser puertas de acceso a los edénicos cielos que se tienden sin caer sobre nuestras cabezas pensantes y soberbias.

Pero… aquí se encuentran por quien dispensar de todo aquello. Aquí me arraigue y volví parte, por que aquí, en esta tierra vetusta y pobre se encuentra mi razón única: el amor.