Mal hecho, mal hecho

Cierras los ojos.
¿Sufrir en vano?
Se llena la habitación de humo y dejas la mente en blanco.
Sientes el silencio golpear tu pecho, te alimentas de los truenos aunque te protege el techo y por mucho que quieras volver atrás... ya está hecho.
Mal hecho.
Mal hecho.
Absorbes la tragedia y mientes mirando a los ojos.
Saboreas la comedia que parece ser tu vida y sonríes como pocos. Qué más te pueden pedir
después de estar rota y haber dejado de servir,
¿vivir? No puedes dejar de mentir,
de exigir que todo acabe,
que el ruido cese,
que nada ate.
La ventana por la que dejas escapar el alma y tu esencia se llena de autocrítica te invita a asomarte más y más:
notas el vértigo en las entrañas y sientes el vacío antes de lanzarte a él, las artimañas del destino que por mucho que le pides tregua, se ríe de ti y te pone una capa antibalas.
¿Por qué? Preguntas, desgarrada. ¿Por qué me has hecho fuerte? ¿Por qué no me matas?
A ti ya te había mirado el precipicio sin necesidad de que le miraras tú primero.
A ti ya te había destrozado el principio aun sin saber lo que venía después: érase una vez, y ya no más. Por ti, muero.
Empiezo.
Me desangro.
Grito.
Avanzo.
¿Sigo? Me abalanzo al río buscando al único que me había enseñado a amarme sin ser mío.
No te encuentro.
Me ahogo.
No me encuentro.
Me ahogo.
Abro los ojos de repente y sigo donde estaba, sin estar, sintiendo todo.
Sigo aspirando el humo que no me va a devolver tu sonrisa y la ventana se cierra por el viento de la tormenta y siento que has sido tú, quien no siendo capaz de abrir la puerta, quiere gritarme: sigue, joder, supera. Sigue avanzando, tú que no estás muerta.