Yo y mis dioses
Conocí a dios a mis cinco años. Una mujer con caderas anchas, blanca, de cabello negro abundante. La recuerdo con un sonrisa que me refrescaba y le daba energía a mi cuerpo. Cuando sufría lloraba lágrimas negras. Nunca lo entendí. Era cuidadora, proveedora y querendona. Aunque a veces, cuando se enojaba, me quería acabar con su rejo. Yo vivía por ella y me prometí a mis ocho años que si llegaba a morir, me tiraría al hueco de su tumba para que me enterraran con ella.
Cuando cumplí quince años mi diosa ya me daba risa. Y comencé a repudiarla. Mientras esto sucedía conocí a mi próximo dios. Era blanca, cabello liso y sonrisa nerviosa. Tengo el vivo recuerdo de sus pantalones pegados al cuerpo, sus pasos cortos y la mezcla entre la crema con la que embadurnaba su cuerpo y el sudor de sus nervios en nuestros vertiginosos encuentros. No era cuidadora como la primera. Esperaba que yo la protegiera. Ella prometía lealtad y pasión. Nos cansamos de las promesas, de nuestros olores y nuestros encuentros ya insípidos y en blanco y negro.
Por ella conocí a mi próximo dios cuando tenía 20 años. Invisible. Tan grande, decían todos, que no lo podíamos ver. Sin embargo tan etéreo y maleable que podía vivir dentro de mi. Lo recuerdo por su obsesión con esperar lo correcto de mi parte. Quería que me comunicara con él durante varias horas al día y me exigía el diez por ciento de mis ingresos (aunque decía que era dueño de todo). A pesar de esto, nunca estaba satisfecho. Todos los días me recordaba que yo era como un abortivo y que le diera gracias que al menos me mantenía vivo y sano. Me prometía cuidados, provisiones, prosperidad. Algunas las obtuve. Un día, a mis treinta años, creyendo que me hablaba por medio de sus libros ancestrales, pensé que me entregaba un mensaje y me fui de su casa hacia el desierto a esperarlo.
Me quedé con mi soledad y sin su respuesta. Y mientras caminaba en el desierto, me encontré a otros dioses tan humanos como yo. Los reconozco por sus vidas fracasadas y el repudio de los que los rodean, por sus discursos vehementes y sin lugares comunes. Todos escritos en libros viejos y otros más contemporáneos. Con estos tertulio en estos días. No me exigen nada pero sigo insatisfecho. A sus palabras siempre les falta algo.
Hoy a mis cuarenta, sentado, me divierto con ellos a la espera de la llegada de mi próximo dios.