Saudade de mujer

poema de Alastor

Ahí estaba ella de nuevo. Hablaba sola. Una rosa del desierto escondiendo su belleza. Al poco tiempo supe que me hablaba a mí. Estaba convencido. A diferencia de ella, yo era consciente de lo externo y siempre he tenido mucho tiempo libre. Me sentía superior. Arrastraba siempre sus palabras, y cada movimiento que armonizaba lo narraba con delicadeza, cada acción, exprimida, se esculpía en el viento con su hermosa voz, con su corazón atrapado por una alegría natural y elevada como las nieves que coronan una alta montaña vistas desde el retiro, embaucadoras, inalcanzables. Estaba muy sola. Pero sabía que no le importaba. A mí sí me importaba, porque no entendía como dos personas pueden ser capaces de amarse y no importarles nada, ni tan siquiera pensar en ello. Prefería hablarle a sus manos mientras ponía pinzas a la ropa húmeda. Era más emocionante que vestirse de gala y dejarse mirar, dejarse comentar habladurías entre los fumadores de la esquina. Era más mágico-o simplemente digno-que convertirse en una pausa entre una charla de negocios, el limpiar las escaleras del pequeño hotel, o sermonear a lágrima viva por el difunto pelaje de unas cebollas, hacerle carantoñas a esas trágicas almas desnudas, lavarlas, solo el hecho de lavarlas y destruir esa imposibilidad de amarlas, para comérselas, suponía para ella un desgaste vital, un homenaje al destiempo, una excusa inquebrantable, que la invitaba a estar orgullosa de seguir en pie y no decaer, para sentirse aferrada, pero nunca inmóvil, en todos y cada uno de sus tenues pedazos de vida.
Nunca, y digo nunca, se despedía de nadie. Si alguien se le acercaba, preguntando por su jefe, o bien quejándose del mal olor de la habitación contigua, o ya fuese para terminar de arreglar cuentas con un cliente cuyas maletas ya están en un taxi, ella, seguía hablando para sí, y, ¡cómo era capaz de comunicarse con los demás!, cuánta elocuencia, dulzura y empatía. Pero siempre, mientras los demás esperaban-¿Qué esperaban?-giraba sobre sus talones y canturreaba desplazando sus dedos por cualquier superficie que la rodeara. Desaparecería para siempre, evocaban aquellas oscilaciones del haber, de no ser por su voz persiguiéndote constantemente.
Yo casi nunca sabía de lo que estaba hablando. Me resultaba difícil, casi se convertía en un diabólico juego, intentar adivinar sus pensamientos cuando sencillamente daba vueltas sobre sí en el patio del hotel o en el balcón de una habitación deshabitada. En M.. llegas a cruzar tu mirada con decenas de personas cada día, y para ello no hace falta salir de tu habitación, tan solo respirar un poco de aire fresco encuadrado en una ventana. Curiosamente a ella jamás le afectaba el contacto humano. Era una especie de todopoderosa fuerza, implacable. El gesto desgarrador de un viejo transeúnte no la enternecía, no reblandecía su pequeño cuerpo, ni los insultos de los conductores ansiosos por dejarse llevar hacia ningún lugar en concreto, ni las carcajadas de los niños, ni el chocolate derretido en sus manos, asaltaban su conciencia. Pero como intento explicar, no era una persona aislada. ¡Y menuda tarea la mía! Su menudo cuerpo parecía estar poblado por más de una persona y no les era necesario, no tenían el tiempo suficiente, o estaban demasiado ocupados para salir afuera y, al fin y al cabo, relacionarse tal y como se manifiestan los diversos avatares humanos dentro de esa increíble galaxia vestida de mujer, de sonrisa etérea y mirada infranqueable. Una muñeca parlante que desafiaba las leyes del tiempo, ignorándolo en sus rodillas, qué digo, en sus huesos de arena cogida, suaves y dúctiles, que yo jamás oí chasquear cada vez que saltaba o se agachaba para observar si debajo de la cama había un cadáver.
No intentaba engañar a nadie. Los veranos los pasaba envuelta en vestidos ceñidos a su hermoso y justamente dilatado pecho. A verla de lejos cualquiera estaría convencido de la virtuosa transparencia de sus telas pero conforme te acercabas se iba cerrando ese carnal presagio, como sucedía con sus murmullos cuando se convertían en palabras, con sus palabras cuando se convertían en frases, con sus frases cuando la mirabas de arriba abajo, de espaldas a ti, escondido-digamos sentado, descansado-y repentinamente daba media vuelta con la firme intención de lanzar para nunca dejar de volar, mediante una delicia casi extinta-sin embargo esperada-, uno de sus aviones de papel dibujados con escenas de la ciudad, o del hotel.
Las flores de plástico inundando los corredores del hotel cobraban vida tras su paso. Absorbía todo desánimo e inerte desventura, licuaba todo desorden del hacedor y se la veía, ¡tan pura y elevada! Cuánta entereza. Cuánta miseria la mía por no poder describir su cara. Pero yo sabía que me hablaba a mí, hasta mi partida. Hasta ver como otro joven ocupaba mi habitación, hasta ver como él tampoco podía apenas mirarla, limitarse a escucharla, heridos, como un gato al que unos niños apedrean, confuso, inexplicable. No hablamos el mismo idioma. Ni yo. Ni ella. Ni el nuevo inquilino. Pero cómo nos queríamos…

Comentarios & Opiniones

geniodulce2013

Alastor creativo, detallista, sensible me gusto.

Critica: 
Alastor

gracias genio, un abrazo

Critica: 
LUZPAZ

Me encanto tus versos. Abrazo.

Critica: 
Yan

Hoy me acompaña un cigarrillo y un tinto jajajaj. Bueno, de cualquier manera tu obra se degusta igual. Es inevitable no sumergirse en los pliegues de tu bella pluma. Un placer estar mi querido Alastor. Besos con cariño.

Critica: