El Marques de Pontejos

El marqués no salía de sus aposentos más que a la hora del desayuno, y a razón de las diez el mantel fino, muy fino y bordado con suma delicadeza, ya estaba húmedo debido a las lágrimas y al sofocón que hacía a tal señor llorar desconsoladamente. El amor es algo que no perdona, había adelgazado a tal extremo que muchos le presumían tísico

Los sirvientes que le esquivaban en todo momento, comenzaban a sentirse nervioso, intranquilos en la casa, no había ni un rincón por remoto que fuera en el que no se le oyeran los alaridos de desconsuelo. Se retorcía la ropa con tal saña que ninguna plancha podía aminorar las arrugas, su pelo se había convertido en un manojo sucio y desgreñado. Sus pasos como los de una serpiente de 60 kilos se sentían, mas que caminar arrastrara su cuerpo como si no tuviera uso alguno. La muerte de la marquesa fue bien renombrada por su peculiaridad, había aparecido en varias Gacetas y en periódicos de Madrid. Y Joaquín Vizcaíno pasó a ser el Marqués Viudo de Pontejos. Hombre sin titulación alguna, pero digno de crédito, que no encontró durante días y meses forma de cavilar el final de su congoja. Se pasaba el hombre semanas en la cama, requiriendo como comida tan solo una longaniza y pan.
Se le metió en la cabeza que caminar sería el sustento de su alma y capricho. Se vestía de mala manera y recorría las calles, plazas y bodegas de Madrid sin descanso alguno, volvía cubierto de mugre y desmayado de cansancio, se sentaba en la silla a horcajadas, arrancándose los pelos de las patillas, que eran prominentes. Incrédulamente miraba la calle con repudio y repeluzno. Y súbitamente volvía a salir de la casa, arrancando de la repisa comida para subsistir las andaduras. Nadie conoce la razón por la que el marqués comenzó a cepillar sus zapatazos y casaca, y a utilizar el peine. Se echó a dibujar y a planear un Madrid más urbano. Salía temprano en la mañana a plantar un árbol o dos, y numerar calles, y darles nombres, se hizo hijo acreditado, y fundo el Monte de Piedad, para que los desahuciados tuvieran crédito, y una perra o cinco les despidieran el día. Los intereses que le movieron a mejorar las calles de Madrid so muchos. Se le habia visto caído y, pegado al barro, en un charco de agua sucia y pútrida. Sus paseos largos se debían a la imposibilidad de reencontrar su vivienda después de haber salido de sus entornos, y al caer de bruces en despojos de puerco y legumbres, su bolsa y su dinero se le habian escurrído de las manos . Y se sabe que fue hallado mendigando y sin voz, desvalido y desvariando entre la calle de las Descalzas, y el Retiro.
Se especula que el duelo por su esposa le dio fuerzas para mejorar la urbanización de un Madrid rufian, malcriado,fardon y que nunca será lo mismo para el que sufre el tormento del amor, que para el que al amor le da desvío. Así fue que el marqués fijo su atención en la necesidad del dolido de caminar para olvidar, pero poco olvido consiente la mugre, la pobreza, y la pestilencia. Que el sufrimiento de un amor fallido o fallecido es timido y no busca consuelo.
En cuanto su obra,bien o malamente se recuerda. Se le llamó romántico y ariscos porque andaba con muchas prisas y con papeles bajo el brazo y planos siempre sobre la mesa. Una cosa yo también conozco de sus logros El Monte de piedad de Madrid, donde los que hemos andado con deudas y poseedores de pulsera, sortija o medalla de oro habíamos de empeñarlos para terminar el mes o comenzarlo. Nos sentábamos con un número en la mano, confiando más en un tasador que otro. Ese da más y ese otro menos. Y cuando los pequeños artefactos de oro se depositaban en una balanza diminuta, y el señor tasador contaba los billetes con diligencia, los que esperábamos al otro lado de la ventanilla, nos sonreíamos con una incrédula sonrisa como es posible que el oro amarillo y hermoso se pudiera trocar en billetes, duros y pesetas. Lo que nunca entendí fue el silencio de los que empeñaban, que parecían consultar a su memoria balances de otra hora y hacer cuentas del dinero que necesitaban y que raras veces obtenían . El Marqués Viudo de Pontejos dormiría intranquilo si supiera que ese Monte de Piedad descalabró, desplumó a los que lo visitaban por fuerza, y pocos recuperarían sus tesoros en esa ruleta del infortunio.

El marqués murió de una lipotimia la edad de los cincuenta ni se cayó en un charco, ni a la entrada de un palacio.