Garabandal
Garabandal
Homenaje a C.G
Tarde en la rivera, vislumbrando el ocaso.
A la espera sin nombre, leyendo un libro entre sus aposentos,
rememora en su subconsciente una antigua imagen que aparece de imprevisto.
Hacia muchos años, cuando en su juventud emprendedora transitaba los caminos y peregrinaba las llanuras verberadas.
En su corazón dócil y cariñoso de niña que trabajaba al alba
se escapo un día de los abrazos que un viejo clérigo le regalaba.
Tenía un listón blanco asiendo sus cabellos engonóminados azabaches. Un vestido liso y pulcro perfectamente tallado hasta en sus más pequeñas intercesiones de seda y holganza que competía libremente con aquél vasto océano de muchos nombres.
María y sus ágiles pasos corretear los pasillos,
María y los sueños impredecibles arrebatarla de los quehaceres normales.
María y sus hermanas estudiando frente a un pupitre de sencillos toques arquitectónicos plasmados, antaño, por un carpintero.
Ése que sin sospecharlo le robaría el alma.
Mientras, perdida en las comisuras verdes oteaba el horizonte,
fijó su desprevenida atención en aquel cielo matutino.
El aroma frutal de jazmines perpetrados en una extraña divinidad en vigilia, le hicieron estremecer.
Cayo al suelo, en trance, sus ojos empañados de negras constelaciones drásticamente se volvió azul marino. Y observo a una figura adyacente al escenario primaveral cercenar a plena luz sus intenciones frente a ella.
Los blancos y rubescentes destellos que anquilosaron sus pupilas.
En una inconmensurable unión entre cielo y tierra depositaron en su espíritu lóbrego e infantil una renovante plegaria.
Y el hermoso cáliz ajetreado con joyas en sus extremos de incalculable valor no terrestre, le permitieron a esta virgen niña ser testigo real de aquella aparición jamás vista.
Despertó yacida y cobijada por la misma verde maleza,
el intenso perfume de rosas no se había aún retirado.
Busco esperanzada hayar la misma sombra oculta entre los rincones con esa esplendorosa iluminación cubrirle, pero no encontró nada, solo un relicario que ella traía puesto antes.
Y confusa, retorno a su casa, más preocupada por el hecho de que ningún ser iba a creer esa historia de ensueños. Cuando, al ingresar a su interior, vislumbro a sus hermanas que lloraban:
— ¿Qué ocurre niñas mías? ¿qué pena les aqueja? ― dijo ella conmocionada.
Las jóvenes menores que ella al principio, titubearon, luego, ya más dispuestas a confesar su martirio; le dijeron lo que había ocurrido.
— ¡Conchita, hemos visto en la antigua calleja, a un hombre que no era humano! Hablaba como nosotras, pero el eco de su voz era de mil cascadas. Nos asustamos mucho y nos retiramos de aquel lugar. ¿Nos puedes entender? — preguntaron al unísono ambas muchachas, con cierto miedo.
— Sí, lo he visto también. Y les comprendo, pero, ¿alguién creerá en nosotras? la historia suena de fabula, nadie lo sabrá jamás. — Conchita camino alrededor en actitud solemne y volvió a fijar sus ojos con esperanza encalcada en su rostro en la ventana que colgaba un rosario. Sonrío casi imperceptiblemente para no ser notada por sus otras hermanas y en un débil susurro clamó: — ¡Dios mío, hágase tu voluntad!
Y la vieja calleja a oscuras se quedo.
Cada tanto el mismo espectáculo languidescénte de estrellas y ángeles caídos que acompañaban a su creador aparecían para acompañarle como esa tarde.
Pero ninguno de aquéllos pueblerinos, por más que oren y pidan una señal verídica, lograran contemplar lo que Conchita y sus hermanas, sintieron a flor de piel en su mente y corazón.