A ver si vienes

poema de Julie

Desde allí, la vida te sacude para mí con suavidad. Parece que suenan los tambores, la música robada. Regresas a un sitio donde duermes a regañadientes, desde el prado prodigioso de tu inocencia.
Como viéndote nacer; desnuda, verde,
tímida y enorme
me arrojas tu corazón pequeño y cándido.
¡Ay, si mi mano supiera acariciarlo sin tanta pena, sin egoísmo, sin palabras duras! Y no es excusa. Pero tengo miedo, el estómago como una larva antigua. Sé que no sabes
de las cargas de las penas arrastradas en el costado,
ni de egoísmos imperantes asquerosos,
el asco de mí misma que me lleva a volcarme hacia fuera.
Sé que no lo entiendes, y en parte me alegro;
por eso te acaricio el mentón desde lejos:
Elia, no hay mayor sufrimiento que el de temerse a una. El de verse como un error vomitado sin permiso por el mundo. Querría explicártelo si tuviésemos toda una vida, pero tus ojos se están arrancando a ellos,
soy un ciempiés colgadizo. Y lo sé, te vas desgastando, te perdono. Es real mi sentimiento, como quien existe y de repente sus manos y sus pies comienzan a moverse solos.
Te lo digo, te perdono, te seguiré cantando, buscando la música escondida. Hablándote en vano,
arrullándote el sueño oscuro. Por favor, no zarandees a tu niña si todavía imagina tendida en los prados.
Eres niña,
eres mujer,
aún si escribes,
aún si dices que no lo eres.
Eres el llanto primerizo. Yo soy mujer con alcuza. Se me ha extraviado por el camino,
el llanto. Ay, ¡Que no se me derrame!
Quiero decirte, amarga materia que se recicla a ella,
que la ciudad me hostiga,
como si fuera cualquiera.
Y soy cualquiera, arrastrando los pies con un ramo de florecillas en la mano
vuelvo a la plaza de la iglesia gris de mi infancia. Estoy ardiendo. Me siento otra.

Te he amado. Pero no basta.

Contemplo a una anciana encorvada alimentando a la bandada de palomas grises soberbias y en círculo,
escupiendo sus angustias sobre el suelo. Odia a los pájaros.
Renuncio a mí, pero quiero volver. Tú abrías los brazos. Yo me agarraba los míos contra mí. Temía mostrarte mis costados. Lo siento, soy débil. Por un momento me he reconocido el rostro
en aquella vieja carraspeante sentada en un banco desdentado en la plaza.
Se estaba pudriendo.
Tenía 20 años.

Te he amado, y no bastaba.

Estoy amando cuerpos putrefactos
Y sigo apretando las manos,
escucho el sonido de tus talones viniendo contigo hacia mí.
Tengo los hombros desencajados. El reflejo del rostro tras el agua cristalina del estanque. ¡Ay, quien pudiera navegar!
Le pondrían mi nombre a un océano. Respiro hacia dentro.
El agua es turbia. Se tiñe de los dolores y las angustias rampantes de las mujeres y los hombres.
Cantan las ranas rojizas, color del mundo. No querría ser voz de nadie. Para ellas esto es lo inmenso: es mejor así. Todavía el agua no es infinita, ruidosa. Hay música, pero es un despropósito.
Los chillidos son cortantes, las conversaciones lejanas. Poderosa piedra puntiaguda sostenerse en pie. Te veo volar cual pájaro atropellado, perdido,
en su canto.

Te he amado de la forma más rara del universo.

Te he amado como si no me estuviera pudriendo.

¿Quieres huír de mí? No lo hagas,
ciertamente, amo el sol. Mi luz se ha extinguido hace días, la vida es agotadora. Lo claro se vuelve oscuro al cerrar los ojos,
los días son injustos,
como quien grita hacia afuera,
como una escultura horrible a la que llaman bella,
como un borracho rodando sobre la amapola.
Estoy sola sin el sol, sin las nubes que zumban. Nada me moriría agusto en este instante,
ni un solo recuerdo deforme que me haga resignarme,
por lo espantosa que he sido con el mundo, conmigo misma.
Odio a los pájaros, amo demasiado su canto. Las flores crecen hacia abajo,
y lo bello cada vez es menos bello.
Lo bello ya es otra cosa. Amar ya es otra cosa.
Han dejado mis tímpanos de escucharse a ellos,
mas retumba tu voz detrás de mi oreja. Me impone la noche quieta
que se me despliega sobre el estómago encogido. ¡Maldito oscurecer manso!
¿Qué debo hacer, entonces?
Solamente espero,
como cada mañana y cada tarde;
como si algo, una luz, fuera a nacer desde abajo.
(Hago que me sorprendo) Y no es nada más que mis latidos galopando encerrados. Una luz, mis versos -si se trata de un día bueno-
Soy yo. He dejado de verme.
Entonces entiendo que la soledad no es mía: es tuya. Y que la luz es egoísta, artificial.
Y me digo, no estoy sola, una pared anaranjada me abraza la piel entera sin ternura,
me mira a través de los cuadros que miro. Nos miramos,
¿Qué es entonces, lo profundo?
-Algo ausente de las cosas próximas. --Responde por mí la noche.
Solamente espero,
como cuando espero a ver si vienes. Nos miramos,
con un libro entre los dientes,
y eres una ebria de cansancio,
con los pómulos desgastados de observarte. Y es por mí, dices. Que te miras tanto.
Que te observas, que te observas por mí. ¿Realmente es por mí?
Tú también creces, no eres como las flores. Te eclipsa blanquecina una ingenuidad aislada de lo humano,
el tiempo entrecortado,
un amor de raza salvaje,
tan cierto y tan inútil
como olvidar la pureza de la tarde bajando,
como esperar a que algo aparezca de pronto.
Te sostengo el mentón desde abajo,
a lo lejos. No puedes verme, no quiero dejarte con el mundo asomando a través de una rendija. Sucumbe el tiempo ante dos criaturas solas,
acompañadas de la soledad de la otra. Entonces por fin vienes,
-me rio por dentro como quien cuida de las cosas pequeñas-,
-Esta soledad es tuya. --Me dices,
con las manos rebosantes de puñados de insectos negros y brillantes;
los que remotos, lejanos de las cosas,
profundos,
ausentes,
inquietos,
engullían del marco de tu puerta la madera amarillenta.
Entonces, descubro. Estoy sola, Elia.
Como caminando de espaldas, soberbia, en círculos.
Como si alguien fuera a lanzarme unas migajas de pan desde el banco de una plaza:
espero a que se ponga de nuevo el día.
A que al menos sea una inquietud la que me aturda,
a que la luz me asuste
y me crezcan los dientes,
para no sentirme tan tremendamente idiota, tan inútil, tan anciana,
como cuando te espero,
a ver si vienes.