El lenguaje del olvido

poema de Jesus

El mundo no nació de un trueno ni de un dios impaciente. Nació de un murmullo.
Un suspiro apenas perceptible que rozó el polvo, como si el universo, cansado de su propio silencio, hubiera decidido pronunciar por primera vez su nombre.

Desde entonces, todo lo que existe lleva en su interior una partícula de ese primer aliento.
Un recuerdo que no pertenece al tiempo, pero que late en cada ser, como un eco que busca volver al origen.

A veces pienso que el alma humana no es más que ese intento del universo por recordarse a sí mismo.
Que nuestros sueños, nuestras nostalgias, nuestras pérdidas, son la manera en que la materia recuerda haber sido luz.

Por eso, no hay diferencia entre el que ama y el que escribe: ambos intentan nombrar lo innombrable.
Ambos persiguen una verdad que se disuelve apenas la tocan.

La historia comenzó mucho antes de que tuviera nombre.
Hubo un niño que creció escuchando voces en el viento —no voces que asustan, sino aquellas que enseñan a escuchar lo invisible.
Decían que el tiempo no era una línea sino una espiral; que la muerte no cerraba puertas, sino que las abría hacia otras memorias.

Ese niño aprendió pronto que el lenguaje era un puente frágil entre el misterio y la certeza.
Que las palabras podían curar o destruir, crear mundos o deshabitar los existentes.

De adulto, intentó callarlas.
Pero el silencio no fue alivio, sino un espejo.
Allí entendió que escribir no era inventar, sino recordar.
Recordar algo que todos saben pero que olvidan con los años: que venimos de un respiro, y a un respiro regresamos.

La realidad, entonces, no está hecha de materia, sino de memoria.
Y el pasado no queda atrás: nos rodea, nos observa, espera el instante preciso para tocarnos con un detalle —una canción, un aroma, una mirada— y recordarnos que seguimos siendo parte de su tejido invisible.

Yo lo sentí por primera vez una noche sin luna.
El aire tenía la densidad de un secreto.
Y en medio de esa quietud, comprendí que todo lo que escribiría desde ese instante sería un intento por traducir el pulso oculto de las cosas.

No buscaba contar una historia.
Buscaba rescatar el origen perdido.
El hilo dorado que une al polvo con la conciencia, al hombre con el infinito, al silencio con la palabra.

Así nació este relato: no como una invención, sino como una arqueología del alma.
Un descenso hacia los estratos más profundos de la existencia, donde las voces antiguas y las emociones futuras se mezclan sin distinguirse.

Quizás ahí, en esa frontera difusa, habita lo que somos realmente: un puente entre el recuerdo y la posibilidad.
Y si esta obra logra algo —aunque sea un suspiro de comprensión— será eso:
recordarle al mundo que todavía hay belleza en lo invisible,
y que el primer gesto de toda creación fue, y sigue siendo, un acto de amor.