EL RIESGO Y EL DESAMOR

EL RIESGO Y EL DESAMOR

El tenedor me mira otra vez.
Yo sigo con la vista en pesadillas.
La comida se enfría y no me importa.
Se mosquea sin moscas sobre el plato.

El tenedor apunta hacia la izquierda,
a la mano que utilizo para escribir
lo que no salió de la boca
y para llevar a la boca
lo que me ayudará a tener energías
para escribir.

No muevo la cabeza. Sigo fijo
en ilusiones y en alcantarillas,
con diez poemas aguantándose en los ojos,
condensados para no precipitar.

El tenedor se cansa,
impacientado,
y empieza a girar lentamente
para llamar mi atención.
Nada.
Lo hace más rápido.
Nada.
Más aún.
Nada.
Me pincha suavemente,
pero los poros de mi cuerpo
han conseguido bloquear sensibilidades
por ahora.

Entonces salta desesperado,
con el instinto de guía,
y llegando al suelo, choca
con las patas de hierro de la otra silla
y el cuchillo despistado que ha caído junto a él.
El ruido me saca del trance.

Sigo tan herido como hace una hora,
pero más hambriento.
Sí. Creo que tengo hambre.
¿Pero dónde están los cubiertos?
Busco por todas partes y ahí están en el piso.
Los recojo sin cuidado y me corto
con el filo preciso del cuchillo.

“¡Al carajo! ¡A la basura!”
Dos dedos salados me sangran ácidamente.

El tenedor y su compañero accidental
ruedan entre papas peladas,
frijoles echados a perder
y una lata de puré de tomate abierta.
La bolsa es más negra que las pesadillas
y el hambre, y los poemas
condensados en los ojos
y las alcantarillas, y las ilusiones,
pero el mismo tenedor no sabe cómo
alcanza a ver con auténtico alivio
su reemplazo feliz llevarme
finalmente un bocado a la boca.