Fatum (microrrelato)

Marcelino había acabado. Desde las siete de la mañana hasta bien entrada la noche, su vista y sus manos formaron una enredadera perfecta con cientos de racimos. Así fue desde que comenzara la vendimia, día tras día, sin descanso. Aquellas huesudas manos acariciaron, odiaron, amaron quizá, el fruto que en poco tiempo degustarían paladares exquisitos en forma de vino, y que jamás perderían ni un precioso minuto de su tiempo en tipos como él, perdedores que todavía intentaban asirse al barco vital; en auxiliares de todo, peones multifunción, que tanto los veías en un festival reparando carpas móviles, como en la entrada de una discoteca jugándose el físico; como dependientes de fotocopiadoras, cajeros, celadores... Marcelino pensaba, son los tiempos de hoy, qué le vamos a hacer, siempre sonriendo, sin malicia. Algunos no le entendían, creían que se burlaba, incluso uno intentó agredirlo, pero en estos momentos Marcelino sólo tenía una imagen en su cerebro, el viejo chaquetón azul marinero que hacía año y medio colgaba fósil en el escaparate de una tienducha de segunda mano. Se veía ante el espejo de la vetusta pensión en la que subsistía, duchado, bien peinado, trajeado con su deseado chaquetón...

Sonaba elegante Frank Sinatra cantando Moon River, flotando en el éter nocturno como una cura desintoxicante que descendía de aquellos grandes ventanales abiertos en el hotel, para mezclarse entre el murmullo callejero. En el interior del vestíbulo la fiesta no había hecho más que empezar: decoración minimalista, clásicos adornos florales, el sonido del aparataje musical, excesivo, como no podría ser menos en una party de presentación; camareros a la francesa danzando entre los invitados, ofreciendo, sirviendo suculentos manjares; personajes del poder local, advenedizos, "artistas", políticos, mujeres y hombres que parecían batirse a primera sangre mutuamente con la mirada. De pronto alguien pidió unos minutos de tregua, era, sin lugar a dudas el "presidente" de aquel convite, un hombre de unos sesenta años, pelo blanco platino, alto, orondo, bien parecido: "Queridos amigos, nos encontramos aquí (...) Después de presentaros este vino, licor de dioses (...)".

Marcelino había finalizado su trabajo en la vendimia, había hecho los cálculos de todos los años para saber cuando le ingresarían la exigua cantidad fijada. Al fin tendría para unos meses, comer un poco mejor, comprar algún libro y tomar un café de vez en cuando, ¡ah!, y por fin "disfrutar" del ajado abrigo. Era el día, salió temprano enfilando sus pasos hacia el cajero más próximo para comprobar la buena nueva, el saldo de la cuenta tornaría al equilibrio suficiente, como todos los años...

Nueve de la mañana, todavía quedaban en la fiesta-presentación del vino "Dioses" tres dipsómanos rezagados, amenizados, esta vez a unos decibelios aceptables, por el genial vinilo recopilatorio de Glenn Miller, en concreto el corte Moonlight Serenade. Alzaron por última vez sus copas en un extraño brindis y se fueron.

Introdujo la tarjeta por la ajustada ranura, aquella máquina infernal se iluminó reflejando la cara de Marcelino en la pantalla. Contraseña y... nada, el saldo numérico seguía siendo el mismo que dos meses atrás, es decir, igual que un territorio acosado por los bárbaros. No pudo menos que cambiar el semblante a una tristeza sombría. Volvía a la pensión sobre sus pasos, sin oír, sin mirar, con la vista fija en el firme, ni tan siquiera al pasar por el escaparate se había fijado en el vacío maniquí donde un día antes colgaba su deseo textil. Pensaba en voz alta: "¡Maldita suerte!...".

-Bien señores, circulen, esto no es un zoo.

-Pobre hombre.

-Cosas de la vida, los atropellos hoy están a la orden del día, y aún por encima borrachos.

-Al menos hemos detenido a los tres culpables. Uno de ellos parece que sirvió en la Marina, llevaba un chaquetón viejo, ya sabes, azul, abotonadura cruzada...

-No, ya lo he comprobado. El del chaquetón lo alquiló la tarde anterior por una apuesta absurda entre ellos, para presentarse en esa fiesta con algo que desentonara.

-Oye Héctor, este tío trabajaba en la vendimia.

-¿Y qué tiene de raro?

-No es que sea raro, es que estuvo en la vendimia de esa bodega, de ese vino, y los tres desgraciados que lo mataron habían bebido de ese mismo vino en la fiesta de anoche.

-Es el Fatum de cada uno.

-¿Cómo dices?

-Nada, coincidencias fatales, sencillamente. Anda, vamos a llevar el atestado a comisaría.