Prometeo encadenado

¿Quién, qué eras tú?
Un tiempo sin contar se ha colado como polvo
por la abertura de mi encierro.
La condena sin dictamen, por ladrón, yaciendo eternizada
en cada eslabón, fragmentada.
Apenas recuerdo… ¿Cómo era yo antes de robar tu fuego?
Antes de descubrir lo ígneo, lo abrasante.
Antes de amar la roca de mi tormento y alimentar la libertad con mis entrañas.
Era un inmortal, un Titán soberbio en mi propio Parnaso.
Y tú, al principio una luz,
doble flama hipnotizante que elevó –y guió hasta ti-, mi espíritu que avanzaba vacilante,
como una barca ebria sobre el agua.
Allí descubrí el primer misterio: la llama de tus ojos que yo no conocía,
que nunca había visto.

Y luego fue tu hoguera más querida,
la más íntima,
la más maravillosa.
Yo, que venía de las frías oscuridades razonantes,
me entibie poco a poco,
detrás de cada paso más cerca del sol remoto de tu alma
y más lejos de la caverna de mi juicio.
Allí descubrí tu segundo misterio.

Pero la hora de tu tercer misterio, -¡ay, terrible!-,
me dejó saber que nunca mía.
Que podía echarme hasta morir, en el hueco de tu palma,
contemplando en éxtasis tus arcanos infinitos,
pero nunca poseería el misterio del fuego de tu fuego.
Así que lo robé,
con una torpeza turbia, de niño que asfixia un ave
en su afán de poseerla.
Mas no para darlo a nadie, desdiciendo el mito y mi osadía.
Lo robé para que pudiera ser tan solo mío.

Y entonces,
súbita,
la llama se esparció descontrolada,
arrasando la tierra de mi cuerpo,
encendiendo mis mares, mis montañas.
Un ardiente crepitar sin humo,
flama encendida, vibrante,
que se prolongó durante edades.

Y luego fue la paz,
la calma de todo lo viviente,
ceniza reconstruida que resistió el golpe demoledor de tu misterio…
Y yo -Prometeo eterno encadenado a la roca de tu fuego-,
¡aun sin saber qué, quién eras tú!