Los charcos olvidados de la infancia

poema de Wienerwaldl

LOS CHARCOS OLVIDADOS DE LA INFANCIA

Para María del Carmen Álvarez Menéndez

El eco de los cárabos lejanos, la voz de los mochuelos en el monte, los cantos del autillo antes del alba… Los tiempos de la infancia se nos fueron, se fueron las sonrisas cariñosas de abuelas que partieron, no hace tanto. Y ahora, cuando muere el mes de agosto, despido la amargura de los búhos que saben a misterio y a tristeza. Y vengo a recordar aquellos días de dicha y de inocencia en que solía mirar por la ventana y ver las sombras. Y vengo a recordar aquellos tiempos de sábados ociosos, esas noches que ardían al llegar la primavera. Y es tiempo de acordarme de esa madre, perdida en los jardines de una noche distinta a la que miro con mis ojos: detrás de la ventana está la sombra que brinda las mansiones a las aves que saben guarecerse en la arboleda; detrás del pecho mismo, siempre abierta, la herida del dolor y la añoranza, pensando en ese viaje inesperado (la pobre se nos fue con un suspiro, volando como vuelan, a sus anchas, los mirlos, el jilguero y los raitanes)
Y sueño la niñez que se me escapa, y acaso las caricias de una madre que sufre por el bien de sus retoños. Y, entonces, el silencio de la noche se torna en un pesar incomprensible, sabiendo que la muerte la ha llevado. Tal vez es el silencio en el que suelen mostrarse los rumores más diversos, la mezcla de sonidos alejados. Es un rumor de cosas diferentes que quiere ser, sin serlo, ese vacío que ignora el alma humana mientras vive. Y sé que el alma humana, mientras vive, procura comprender ese vacío, buscar en él la lógica escondida, pues siempre esos rumores que se mezclan, llegados de lo lejos, nos sugieren que el aire nos observa sin permiso. Y pienso en la niñez que quise un día guardar como el tesoro que se pierde, según se cumplen años en la senda. Y digo que es difícil contentarse con el recuerdo vago de unos días que sólo son la sombra de otro tiempo. Y busco esa niñez como quien busca la joya más querida en un armario, moviendo y removiendo los cajones.
De niño fui feliz porque jugaba con charcos, si llovía en los otoños, atando bien las botas y abrochándome. Las aguas de la lluvia dibujaban con gran exactitud, sobre las aguas, los círculos concéntricos de siempre. Después, en casa ya, con la merienda, solía, ante el papel, ser yo el artista, y entonces dibujaba los castillos. La infancia se fue rauda por los montes, huyendo como el sol de cada tarde, y nunca imaginé quedar sin ella. Los niños, aunque saben de la muerte, la entienden como un ente tan lejano que nunca llegará a nuestro horizonte. Y sé que su propósito no es justo, que viene con puñales asesinos, hermana de la nieve y las escarchas. La helada del enero es asesina del alba que despierta lentamente, que nace derrotada entre bostezos. De niño, al ver el alba, imaginaba que en todos sus colores existían milagros sorprendentes, mil antorchas. Pensaba que la luz de esas antorchas eran vida, la vida que nos roban los ocasos, cuando se escucha el canto del mochuelo.
La noche era más noche en esa infancia que queda tras decenios y decenios (la edad, siempre severa, no perdona). Las noches de la infancia eran las noches cuajadas de misterio y de leyenda, las noches de los lobos y su aullido. Amábamos los niños las imágenes del mundo terrorífico del bosque, de aquellos eucaliptos apartados. Solíamos soñar que había lobos por todos los contornos en la noche, llenando con sus voces los lugares; sentíamos las voces de los perros, jugando a imaginar que eran los lobos, erráticos y hambrientos entre sombras; queríamos pensar que, entre el helecho, las zarzas y las plantas arbustivas, estaban escondidas sus miradas. Tenía gran encanto aquel peligro: la voz del lobo, reina del espacio, queriendo convocar a la manada, las voces de los cárabos, los búhos, el ruido de los trenes en la noche, mezclándose a los tristes vendavales… Y, a veces, el regalo de un relato de tiempos diferentes, esos tiempos que vieron a los padres por los montes, buscando, como niños, las ardillas.
Enero no fue justo al arrancárnosla, tan débil ya, vencida y agotada, a los que la quisimos con nosotros. La escarcha y las heladas de la noche dictaron la sentencia sin dudarlo, mirando las estrellas temblorosas de aquel anticiclón sin esperanza. Y pude suponer que, si partía, lo hacía hacia los cielos despejados que juegan a mirarse en los estanques. Maldigo aquel enero y su violencia, su voz y su maldad, es un cuchillo que sabe segar vidas sin permiso. Maldigo la torpeza de un destino que hiere sin pudor a los que sufren, mirando la partida de una madre. Y quiero recordarla, hacerla mía, ligarla al pecho mío en un abrazo que sólo puede ser aliento del espíritu. Merece mucho más de lo que tiene, si sube hacia esos cielos despejados, sin nubes, sin tormentas ni pesares. Nos deja con la deuda que sentimos, después de su bondad, de su cariño, de todos sus regalos impagables. Y, entonces, una lágrima se escapa, se fuga si le escribo verso alguno, si quiero recordarla en versos mágicos…
Aliento del espíritu o milagro, los versos han de ser para una madre que vuela el infinito, si nos deja. Aliento del espíritu o milagro, si trenzo las palabras con paciencia, las quiero dedicar a su hermosura. Pues ella fue tan bella como el día, como la luz del alba que nos trajo la voz de una mañana inoportuna. Pensad en la mañana inoportuna, robándole la luz que daba al mundo, quitándole el aliento de su pecho. Pensad en su partida a alguna parte, tal vez la fortaleza cuyos muros no pueden derrumbar los más valientes. Pensad en las cortinas que la apartan, aquellas que la llevan a un estado de paz y de sosiego en el vacío. Y el caso es que me falta, entre las manos, rozarla con cariño, hacerla un beso del aire, de la brisa que se fuga. El caso es que me falta esa presencia, sus besos protectores, los abrazos que siguen viendo al niño que fui siempre. El caso es que no quiero que se vaya, que no puedo impedir, con mi coraje, su marcha a algún lugar innominado.

2020 © José Ramón Muñiz Álvarez