El espantapájaros
La tierra yacía seca como la tumba de cristo, figúrese
usted cuándo vio por última vez el espantapájaros un
feliz pajarraco rondando cerca suyo. Empezaba a dudar de
la volátil existencia de esos pequeños alados. Su amo
(porque él era un esclavo) parecía llevar años sin
cambiarle el sombrero, sin rascarle la cara después de
toda una jornada expuesto a la angustia y la rabia del Sol. Lo
veías ahí clavado como un alcantarillado, aburrido,
esperando cobrar el paro, y solo unos jóvenes le llevaban
algo de almuerzo, unos bollos de crema y un chocolate en
invierno, una cerveza en verano; antes de anochecer se
acercaban a fumar un cigarrillo y colgaban sus ropas
para deleite de los ojos desabotonados del
espantapájaros. Le gustaba verlos hacer el amor,
igualmente disfrutaba de sus charlas y su boca descosida
parecía desgarrarse cada vez que alguno levantaba la voz
demasiado y engañado por su mente de esparto veía
pájaros remontándose asustados hasta alturas que nunca
atreviose a mirar. Yo era un joven más de aquellos. Nos
gustaba visitarlo. Era nuestro hermano mayor. Nuestro
tutor del desánimo, una forma cualquiera de respetar
nuestro hogar sin abandonar a nuestros padres, a nuestra
familia. Con el paso del tiempo nos encariñamos de él
como de nuestro hogar, y poco a poco fuimos enderezando
la estaca donde se veía empalado, tallámosle un nuevo
brazo y Adrián le colocó unos buenos guantes de cuero. Hasta llegamos a cambiarle
su viejo sombrero-qué lástima nos daba verlo tan
expuesto-por una gorra de béisbol bien anchota. Y llegó
el momento de aventurarse a volver a coserle una buena
embocadura. María trajo herramientas de su madre
costurera y una calurosa mañana el viejo espantapájaros
al fin pudo volver a sentirse escuchado. Nos dio las
gracias, estuvo aburriéndonos durante todo el día, no
sabe usted cuanto nos quería el pobre. Se sabía todos
nuestros nombres, incluso había pensado motes para
algunos de nosotros, muy chistoso el viejo, ya no
recuerdo ninguna de aquellas invenciones.
Empezó a contarnos historias de su juventud, según nos
dijo llegó a estar prometido pero su trabajo le quitaba
mucho tiempo libre y su pretendiente optó por juntarse
con un capataz que estuvo jorobándole la existencia
durante algunos meses. Todos sabíamos de su
inteligencia, era un ser sensible, y nos gustaba
sentarnos a su alrededor, en semicírculo, a escucharlo.
Recordaba haber visto crecer todo un campo de olivos
alrededor suyo. Cómo sufría cuando las liebres y los
conejos roían los tibios brotes de aquellos futuros
semidioses de un verde viejo como el del musgo
crepuscular. Pero ningún pájaro pudo acercarse nunca lo
suficiente. Era un espantapájaros realizado. Estaba
satisfecho con su vida, y nosotros fuimos capaces de
otorgarle una segunda juventud por lo que su existencia de
allí en adelante era un regalo innecesario pero desde
luego esas lagrimillas denotaban una felicidad y amistad
incondicional. Se lo merecía, y bien lo sabía él mismo.
De joven escribía versos observando como los
recolectores llenaban grandes sacos de oliva, era su
fiesta, sencillamente su aniversario, había logrado las
expectativas forjadas en derredor suyo, su gran porte y
su sombría mirada reticular evitó muchos desastres de
cosecha. Pero Dios mío, como odiaba a todas esas
alimañas de dientes afilados y mente veloz, y a los
jabalíes que removían la tierra y le hacían tambalearse
peligrosamente. Pero ahí seguía.
Recuerdo ir solo a visitarlo. No fui el único. Siempre
que uno iba solo parecía estar hablando con otro
espantapájaros. En el fondo era un ser comido por el
pánico. Los tiempos habían cambiado, nadie se arriesgaba
a introducirse en el negocio del olivo o la siembra,
solo unos pocos y pequeños propietarios al uso nostro
seguían contando con jóvenes hombres de esparto para el
cuidado de sus preciados bienes de oro verde. Los
grandes propietarios, muy pocos pero inmensamente ricos,
preferían maniatar sus viscosas inversiones mediante
fertilizantes y pesticidas. El viejo espantapájaros
comenzaba a empatizar, a encariñarse, con esas pequeñas
alimañas que veía perdidas por el secano buscando una
sombra para morir envenenados. Tenía mucho tiempo libre,
ahora sí.
Nunca olvidaré aquel fatídico día. Supongo que usted
sabrá a lo que me refiero. Aquel ser de esparto había
desaparecido. Solo la gorra de béisbol yacía en aquel
lugar. ¿Dónde se lo habrían llevado? Era la gran
pregunta. Interrogamos a unos cuantos labriegos de
tierras cercanas, pero no soltaban palabra. Nos temimos
lo peor, y estábamos en lo cierto. Nuestros augurios se
hicieron realidad cuando la semana siguiente vimos
grandes máquinas destrozando la tierra como grandes
máquinas amarillas y despiadadas cuando destrozan la
tierra. Muchos de nosotros rompimos a llorar. Habíamos
dejado que aquella tierra, aun fértil pero abandonada,
fuese devorada por aquellos monstruos sin corazón. Nos
fuimos cada uno a su casa y al día siguiente nos
reunimos todos de nuevo para encontrar una solución. Debía de
haberla. Unos cuantos de nosotros se fueron, no volvimos
a verlos, pues sus padres eran partícipes de aquel
abandono a sus raíces. Se fueron y no volvieron. Los pocos que quedamos no lo
pensamos mucho: decidimos convertirnos en
espantapájaros. Si un solo hombre de esparto pudo con
todos los pájaros de la zona, nosotros podríamos con
esos fetiches del diablo de grandes ruedas y temibles
fauces. Yo guardaba el viejo sombrero de nuestro
desaparecido. Me lo coloqué y una noche nos deslizamos a
través de la oscuridad y nos plantamos seis nuevos
espantapájaros en el centro de la siesta de aquellas
fieras dormidas. A la mañana siguiente, parecía
imposible, pero no podíamos movernos, ni tan siquiera
girar nuestra cabeza, pero de alguna forma antes
insospechada éramos libres en nuestra quietud. Nuestra
voz aún seguía siendo nuestra, nuestras sombras
crecieron y parecía que la tierra volvía a humidificarse,
extrañamente. Un encargado de aquel negocio destructor
se nos acercó e injurió contra nuestras familias.
Hicimos caso omiso, no se atrevería a... Yo le
advertí que podríamos ser amigos, que jamás me movería
del lugar en el que crecí. Él no escuchaba y nos amenazó
judicialmente. Aquel día lo logramos pues no escuchamos
el estruendo de la devastación.
A los pocos días el mismo hombre, que parecía el jefazo,
se nos volvió a acercar junto a un señor bien vestido.
Sudaba mucho y no parecía tener ganas de estar donde
estaba. Nos repugnaba. Resultaba ser, como no, su
maldito abogado y dijo aquellas cosas que un
espantapájaros nunca entendería. Nosotros seguíamos sin
poder articular nuestras extremidades, inmóviles, y el
Sol nos echaba una buena mano. El jefazo empezaba a
desesperarse, nos dijo cosas como que aquellas tierras
habían sido siempre de su familia, que él podría hacer
lo que le viniese en gana, que unos tontos como nosotros
solo le iban a hacer perder tiempo, pero no
conseguiríamos nada. Yo volvía a las mismas, "podríamos
ser amigos". En fin, mi mente poco a poco iba
volviéndose esparto y mis ojos, debido a la incidencia
del Sol, empezaban a abotonarse de manera misteriosa. No
entiendo el por qué pero así sucedía.
Nuestra lucha comenzaba a ser dura. Una noche un grupo
de encapuchados se llevó a uno de nuestros hermanos.
Malditos. No podía moverme. Teníamos miedo pero éramos
fuertes, teníamos madera para hacerlo. Lo
conseguiríamos, lo teníamos todo a nuestro favor, todo a
excepción de ese poder destructor, tan sencillo en su
maldad. No sabía que decir. Prefería estar callado,
mirar la profundidad de nuestra campiña con mis ojos
bien abotonados. Pero eso no bastaba, tarde o temprano
vendrían a por mí también, peor aún, vendrían a por los
demás. Entonces recordé lo que aquel ser de esparto que
ahora imitábamos, aquel ser que nos estaría viendo desde
algún rincón olvidado del universo, nos enseñó. Pensé en
cómo había conseguido abotonar nuestros ojos. Así es, le
pedimos ayuda a esas pequeñas alimañas moribundas que de
cuando en cuando nos encontrábamos. Algunas habían
escarbado sus madrigueras cerca. Se las veía tan tristes
y solas, tan indispuestas, incapaces, estériles. Esto
también era por ellas, tanto como para nosotros. Les
comentamos lo que sucedía, pues un espantapájaros, a
pesar de su nombre y lo que supone, es capaz de
comunicarse con cualquier resquicio de vida. Ellos nos
entendieron a la perfección. En resumidas cuentas,
llamarían a todos los pájaros de la zona. Vinieron y se
posaron en nuestros jóvenes brazos, en mi viejo gorro. A
estos últimos les imploramos que buscaran a cada culebra
de la zona para unirse a la causa, a los pocos jabalíes
que habitaban y a pesar de su tamaño, tan capaces eran
de esconderse por la campiña. También vinieron algunos
zorros y zorras, perros y gatos, arañas negras, rojas,
saltamontes, salamandras y lagartos, avispas, abejas y
abejorros, y hormigas de toda estirpe y jerarquía. Y pasaban los días, días que el mal
aprovechaba para mover papeleos de allí para acá, días
en los que el notario llegaba a casa pasada la
medianoche y los obreros manifestaban su desencanto y el
jefazo ramplón perdía pelo conforme desaparecía su
dignidad, días en los que nuestra campiña parecía
florecer muy livianamente. La tierra respondía a
nuestras súplicas y solo faltaba una cosa para completar
nuestra causa.
Seguíamos siendo unos vulgares hombres de esparto, con
el cerebro seco, con los huesos entumecidos. Pero de
alguna forma, como digo, nuestra madre nos escuchaba.
Los pocos que quedábamos nos replanteábamos entonces la
naturaleza humana. No nos considerábamos tales miembros
de aquella ya lejana divinidad. Pero un día lo fuimos, de eso estoy seguro.
¿Cómo llamar la atención del resto del mundo? Nosotros
fuimos atraídos por nuestro propio pie hasta aquel ser
de paja vieja, pero desde entonces, además de nosotros y
aquella pequeña flora y fauna, nadie se había unido a la
causa. Un hermoso día a María la costurera se le ocurrió
una feliz idea. Nos planteó, recordando las palabras del
viejo espantapájaros, relatar los hechos, mostrar a la gente el
potencial de esta dichosa naturaleza deseosa de
prosperar. ¿Acaso nuestros padres no corrieron como
nosotros a través de la campiña? ¿No escondieron su amor
entre los viejos olivos, entre naranjos, limoneros,
almendros, cerezos...? Claro, claro que lo hicieron.
Hasta aquel jefazo consumido por su propia arrogancia y
gula llegó a hacerlo. A pesar de todo aun conservaba un
lejano brillo en sus pupilas cerradas. Muy tenue,
contenido. Escribimos la historia de nuestro mártir
asesinado, desaparecido. Los pájaros la cantaban allá
por donde pasaban, las arañas tejían bellos versos en
cada rincón del pueblo y la ciudad, las hormigas
hormigueaban por sus hormigueros, las salamandras
bailaban, los conejos estaban más locos que nunca y los
perros aullaban y los gatos maullaban y dejaron de
perseguirse con tanta frecuencia. ¿Quién prefiere un
centro comercial a una hermosa huerta y campiña criada
por él mismo? En puesto de frutería tendrían hermosas
frutas no tan brillantes pero si más jugosas por
temporada al alcance de sus manos, esperándolos en esas preciosas y delicadas ramas. Podrían mantenerse en forma cuidando aquellas
maravillas en puesto de beber asquerosos batidos e ir a
gimnasios donde los músculos acaban siendo torpes y poco
estéticos en su vasta hosquedad. En puesto de telas
baratas podrían algunos dedicarse a tejer de verdad bajo
alguna sombra imponente e inspiradora. Ni tan siquiera
necesitarían ir a clases de canto si se dedicaran a
escuchar el canto de los pájaros. En fin, ¿qué más se os
ocurre?
Lo cierto y verdad es que muy pocos se acercaron. Los
suficientes como para ilegalizar, o al menos pausar, el
avance de la devastación. Quién puede fiarse de la
legalidad, jamás ha podido hacerse tal disparate. Sin duda cada vez
somos más los espantapájaros, aunque no tantos como
antaño; sí más respetados por quienes conocen tal
palabra. La flora y fauna crece considerablemente,
incluso algunas ancianas mujeres nos tejen diversos
atuendos y mi viejo gorro fue recientemente cosido de
nuevo, a penas podía mantenerse ya sobre mi cabeza. Unos pocos hombres y menos mujeres han sido contratados para no desperdiciar todos esos bienes que van apareciendo.
Vemos niños jugando a las escondidas y jóvenes besos por
doquier. Incluso el jefazo salió un día a pasear por
aquí cerca. Me vio de lejos. Le insté a acercarse con mi
abotonada mirada. Me dijo que solo venía para intentar
contentar a ambas partes y a decirme que toda esa fruta
era suya y podría hacer con ella lo que quisiera. Qué
remedio... En cierto modo tiene razón. En realidad sigue
pensando en un buen negocio para aprovechar este espacio
suyo. Todo el mundo lo sabe. Pero nos teme. Y al mismo
tiempo nos tiene bien sujetos, pues hemos sacrificado
nuestra vida por esta tierra, ¡y ni tan siquiera nos
pertenece! Pero nosotros le pertenecemos a ella.Somos los espantapájaros. Seguimos temiéndonos
lo peor, pero conforme transcurre el tiempo y envejece
ese estúpido esto va creciendo. En realidad esto no
acaba aquí, qué más decir... Las máquinas han
desaparecido pero a lo lejos el horizonte nos advierte
con edificios cada vez más altos, más juntos,
apretujados, fríos, muy fríos, para nada diseñados por y para el descanso. Tenemos miedo. Solo eso, tenemos mucho miedo
Comentarios & Opiniones
Escrito interesante, de temática especialmente filosófica, con estratos oscilantes en profundidad simbólica, expresión amplia de conjuntos ideo-emotivos en una escala narrativa que mantiene la tensión discursiva. Saludos y felicitaciones.
Saludos Joel, gracias de nuevo por su atención, valoro mucho sus opiniones y por supuesto es un placer contar con un poco de su preciado tiempo. Hasta la próxima, poeta.