Ecos de guerra (cartas de un soldado)
La Cruzada nunca excusará los actos de horror sobrevenidos de la batalla, ni el devenir de los acontecimientos.
Quizás por ello en el frente los soldados, cierran filas abanderados bajo su estandarte.
Ocultan su identidad y decoran sus rostros con pinturas de guerra.
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Destinado hacia lo desconocido voy tutelado en mi camino por el Ángel de la Guarda y el Ángel Caído.
Ambos me acompañan, me infunden serenidad y templanza, regalándome la determinación suficiente para defender o profanar la libertad, arropado por las alas del perdón o la venganza.
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Arribo sobre una tierra antaño hospitalaria, hoy transformada por el fuego del dragón en el bastión de mi enemigo.
Un paraje de voces disonantes donde el diálogo se encuentra prohibido por decreto imperativo del dogma del Tribunal de la Inquisición de la palabra.
Purgatorio de los pensamientos penitentes que no han podido ser sometidos y viajan indomables, más rápido que las balas de cañón o los proyectiles de mortero, y se dispersan con más fuerza que el estallido de una granada.
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Distópico escenario de un teatro de operaciones donde las cartas del combatiente, y los gritos contenidos de consuelo, son protagonistas que se parapetan en una trinchera embarrada, incapaces de asomarse por miedo a ser destruidos.
Abriendo en síntesis una línea de colisión entre el olvido y el recuerdo, una dicotomía eterna que la guerra alimenta sin piedad.
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Con la mirada al cielo, oteo ensimismado a las bandadas de pájaros volar por encima de mí.
Quiero unirme a ellos y escapar, peregrinar junto al viento invisible hacia donde se dirijan.
Y, sin embargo, permanezco enmudecido en mi posición, inmóvil, como si mi cuerpo ya estuviera encarcelado dentro de mi ataúd, lo que puede que signifique el preludio de mi final.
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Y sobre este interrogante desenlace se pronunciará la historia.
Seremos declarados héroes o villanos por actores ajenos a los ecos de la contienda donde las letras de los diarios se tintan con sangre y las despedidas sin retorno apuñalan el alma.
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Esta es la cruel fraternidad que une a los hombres y mujeres que nos levantamos en armas, bendecidos por los nuestros, maldecidos por los otros.
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Ya no sé, si quiero sobrevivir a esta guerra, mi honor se haya mancillado con la sangre de inocentes.
Mi resiliencia se agota. Tampoco deseo recordatorio, epitafio o Gloria alguna que pueda ser esculpida en la losa que cierre la cama de mi descanso eterno.
Tan solo anhelo yacer junto a la Cruz de San Andrés Apóstol como ofrenda de redención sobre mi vida terrenal ya acabada.
Ser sustento y formar parte activa del ciclo del musgo que rodea mi tumba, involucionar de hombre a otro elemento vivo más sencillo y menos destructivo de la naturaleza.
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Rodeado por las vainas vacías, escupidas por mi fusil, espero pacientemente el turno para la expiación de mis pecados. Intento dormir y evadirme por un instante de la realidad.
Imaginar que me ausento, a salvo del peligro y de convertirme en presa fácil de las garras del buitre felino que planea devorar mi carne inerte en la siguiente avanzada.
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Pero la misma guerra de la que quiero huir no me permite descansar, es mi deber combatir o morir.
Y no puedo prometerte que vuelva con vida.
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© 2022 Juan Manuel Samaniego OcaÑa- Ecos de Guerra.
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Comentarios & Opiniones
Ambos me acompañan, me infunden serenidad y templanza, regalándome la determinación suficiente para defender o profanar la libertad, arropado por las alas del perdón o la venganza.
Excelentes versos y estrofa.
Una obra muy pensada y elaborada .
Muchas gracias Lety. Efectivamente como has apreciado es una obra muy personal y con mucha intensidad. Un placer conocerte.
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