Al cuidado de Mary Julié

Mary Julié me resultaba familiar.

Sus largos cabellos rojos y tez blanca como la leche recién ordeñada convergían en una belleza, de esas que te sacuden violentamente una patada en el vientre y te dejan sin habla. Una percepción divina que solo había experimentado observando la desnudez ilustrada de la mismísima María Magdalena.

Melchor continuaba con la devoción por el dibujo. Siempre que podía, retrataba a Julié rezando o enfrascada en otras escenas cotidianas, trabajando el huerto o recogiendo los huevos de las gallinas ponedoras. El muy pillo, a hurtadillas, incluso había logrado representarla en el acto íntimo del aseo.

El pequeño artista plasmó en su cuaderno, con tal sutileza, el descubierto de sus hombros y las redondeces de sus caderas, que no sería ninguna de las venus retratadas por los mejores pintores, merecedoras de más veneración que esta.

Mary Julié me intrigaba.

Cuando el inocente de Melchor la mostró su dibujo no le devolvió un mal gesto. Lejos de propinarle un pescozón por su osadía, la iniciativa del niño le agradó infinitamente.

Durante este tiempo de descanso degustamos una de esas gallinas de buena grasa de las que tanto hablaba Federico. Nuestro compadre tampoco se equivocaba, en lo referido al hacendoso cariño practicado por las holandesas.

“Julié, era un sol en las tinieblas de mi oscuro lecho”.

Juan Manuel Samaniego OcaÑa (fragmento de la novela TORDA)
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