La Carta Perdida

Qué esperas sino una carta,
Y para que indagar en ella
Todas a duras condenas,
Que el tiempo las palabras quema
y me confronta por la espalda.
Y es así en la espera,
De aquel sentimiento que no llega,
De la imaginación ciega,
al retorno de un ruido
para ocasionar bullicio.
Era como morir en el solapado aullido,
de la noche en que se niega.
En el abecedario destruido,
Esas pocas letras,
de las perenes vagas y ansiosas
frases recias,
ahogadas de penas, en el nogal verdecido,
en lo cruel del destino,
marcado y marginado,
por los minutos desvanecidos.
Es el elemento de una sonrisa
Revestida de caricias,
Durante aquellas filiformes e impresionantes
Notas y Acordes,
de una guitarra hueca.
Pero a la paciencia que no conoce violencia,
Al alma que desatina al sabio desafío,
Eres tú el manjar de dioses,
Que para mí está prohibido.
Y puede que siga pensando,
En grande o creativo,
Artesana de miedos,
Viendo navegar el lamantino,
A través de un naufragio
Y una barcaza
Que lleva ilusiones huérfanas,
Al quedar el sol dormido.
Que, al pie de esa carta,
Se desvanece el punto
extraviado y confundido.
Donde queda esa despedida
Y angustiada la mente,
Y que al alma lastima.
Es tan cruel y desatinada.
La flor que le acompaña
Ya ni olor le queda,
Solo gotas muertas
De las lágrimas que derramaba.
Y allí en su cruel y amarga sombra,
Se alumbra una nueva quimera,
Con las cartas viejas
aquellas que nunca llegan.
Pero al recibirla por fin,
Y llegar a sus manos,
Era tarde mi hermano,
Su ojos ya había cerrado.
Dieron las siete señales de muerte a la vida,
Y solo quedaron allí frías y vacías,
las últimas palabras,
Que, en su antesala, se oían.
¡Rían pues todos de la cobardía que sentía!
Pues no era fantasía,
Era una pura realidad,
Que tenía que callar, porque si no moría.
Y así fue como callé,
Para nunca más una carta esperar…
Donde decía por última vez…
Lo que jamás leí, lo que jamás logré decir:
Pero sí demostré…
¡El cuanto en mi vida le AMÉ!