La puerta

Pensabas una puerta siempre abierta...
Cedías el hilo para dejarme libre
y tirabas de él a fin de retenerme,
a fin de estar por siempre asegurado
en los únicos brazos que ofrecían
el puerto fehaciente en que encallabas
cuando herido de muerte por sirenas aviesas
volvías, desahuciado, para que te curara.

Ya ves, los argumentos invencibles
terminan siendo nada, cuando el peso
de las acciones se lleva las palabras:
ya no creo en tu risa indudablemente bella
indiscutiblemente diestra en disimulos.
Ahórrame el disgusto de amarrar nuevamente
mi funesto velero desanclado,
porque ha surcado abismos insondables
para llegar al fin a tierra firme
donde piensa quedarse hasta que escampe,
y tal vez más allá de la tormenta,
quizá hasta arriar finalmente sus velas.

Tocaste el llamador, pero no entraste,
cansada de esperar sentada al otro lado
mi alma se escapó por una hendija…
¡qué luz tan cegadora, qué fruiciones,
cuánta vida por fuera de tu hechizo!
Preguntás... y ¿qué querés que te diga?
Las respuestas se encuentran en la letra pequeña
al dorso del contrato que nunca autografiaste.

Por eso no me pienses, no aparezcas,
quedate de ese lado o hazte a un lado
pero sal de mi historia, porque a prepos
he logrado vaciar mis ilusiones
y llenarlas de nuevas esperanzas.
He sacado telarañas por montones,
he limpiado el polvo en mis arterias,
he ventilado cada vericueto
del corazón que ahora he puesto en venta,
plausible de hallar otro comprador…

He juntado el coraje.
He acunado el milagro.

He cerrado la puerta.