La paz que peleó con la euforia

Él para mi siempre fue una droga. Mejor dicho, aún lo es.
Una adicción que nunca me atreví a explicarte, con suerte si pude mencionártelo. Por miedo de que no quisieras estar con una adicta.
Pero entonces tú rozaste mi mano con la tuya.
Dios, fuiste mi naloxona al mismo instante en que rozaste mis labios.
Fue inmediato, revertiste mi sobre dosis y lograste lo que nadie logró, lo que aún nadie más ha logrado.
Lograste que lo bloqueara, que cancelara para siempre mi suministro de droga. Me liberaste del dolor, de la ansiedad y la incertidumbre.
Pero entonces me hice dependiente a tu efecto. Temía día y noche sobre qué sería de mí si llegara a perderte, porque no quería recaer en viejos vicios cuando contigo todo era paz, eso que siempre soñé.
Lo malo fue cuando me dejaste, porque no hubo previo aviso.
Recaí como una adicta, desesperada por el dolor que causaba depender tanto de un antídoto que había desaparecido de la noche a la mañana.
¿Será posible un plot twist tan descabellado?
Lo desbloquié, cayendo nuevamente en el mismo vicio, porque me convenció de que lo que me había destruido no era él, sino tú. Seduciéndome con la idea de que él se llevaría el dolor.
Pero ya no tengo antídoto, porque perdí la confianza de que funcione. Ya no creo que exista alguien o algo que pueda sacarme de aquí.
Me queda salir de aquí yo sola.
Pero cariño, estoy enamorada de la euforia, de la emoción que me produce el efecto de su presencia. No puedo dejarlo y tampoco te puedo culpar por dejarme.
Solo espero que no me culpes por haberme aferrado tanto a lo único que me dio paz en ese abismo en el que me encontraba.
Lamento nunca haber estado limpia para ti.
Aunque haya sido breve, gracias.