9

poema de Cienfuegos

Un día más, un rastro más de pasos calcados. Entré al edificio como quien respira sin pensar, subí al ascensor y vi los números pasar hasta detenerme en el 9. Dejé mis cosas en el rincón habitual, esa rutina que huele a desgaste. La sala de reuniones me recibió con su grisura inmutable, como si hubiera olvidado que existía el sol. Pero allí estaba: un rayo dorado perforando la persiana y mi memoria.
Apareciste. Fugaz, impecable, con una sonrisa que desbordaba silencios. No entendí si eras real o un eco. Despertar duele cuando la costumbre ha sellado las puertas. Desde el otro extremo de la mesa me hablaban tus ojos, como si siempre hubieran estado allí, como si nunca los hubiera visto, esos ojos que ríen. El día se quebró en destellos, lentamente mi memoria te reconoció, y al final, solo pude recordar el sol del pasado.
Pasaron las horas, los días, los años, y mi mente vagó hacia ti, como un río que busca su cauce entre las piedras del olvido. Tus gestos flotaban en mi café, en las sombras largas de las tardes. Mi corazón comenzó a latir con un ritmo desconocido, como si quisiera romper el cristal de la monotonía.
Tú, desconocida, sombra delicada que se dibuja en el silencio, te vuelves más cierta cada mañana soleada. Me aferro a las señales de humo que dejas sin saberlo, creyendo, quizá, que no hay manera de que esto sea real. Pero en este abismo donde mis días se funden, vivo de esas pequeñas luces que lanzas al viento, sin saber que sostienen mi mundo.