Lunares de mujer

poema de Alastor

Llevé a Miriam a un frío bar sin puerta de entrada. Debíamos pasar entre dos láminas de chapa fruncida, agujereadas como dos talismanes femeninos, unidos-suponía-, por una cadena reforzada a la hora de cerrar el negocio. No teníamos hambre, pero como no encontrábamos excusa alguna para gastar lo que se ha de gastar, y siendo coherentes como aún éramos, decidimos alimentar nuestro aliento y despertar los músculos de nuestras bocas, porque sabíamos que el dinero debía ser gastado además para poder hablar, y ya que aún no habíamos hablado, debíamos hablar. Algo así como una pausada felicidad circense desprovista de todo amor, solo nosotros dos, demasiado solos. Todo empezaba a cobrar sentido. Yo esperaba un lugar más íntimo que sobrio-algo así…-, desenfadado, más bien barato, con camareras curtidas, deseosas de acabar su jornada, de amasar su dinero en sus bolsillos agujereados, esclavas felices. Estaba de mal humor. Acabé sin embargo atendido por una joven con un portentoso lunar en su mejilla, no recuerdo su exacta ubicación, pero realmente la embotaba de belleza facial y casi me costó preguntar por los chorizos. Supongo que estaba dispuesto a todo. Cuando pedí la segunda cerveza antes de traer la comida aún pensaba en el lunar de la joven, y Miriam mordía sensualmente el plástico de uno de sus caramelitos, momentos antes de llegar mi cerveza; ésta vez solo pude observar de perfil el rostro de la camarera y siniestramente perdí toda curiosidad por ella. Miriam pudo percatarse de esa pérdida, como la rama cuando se balancea tras la batida de un gorrión. Algo insignificante que puede acaparar espacio durante tiempo ilimitado. Los chorizos llegaron en manos de la mujer que yo esperaba desde un principio, a pesar de ello volví a buscar el lunar en el nuevo rostro, intentando envejecer la tarde, deteniéndome en cualquier suposición, irremediablemente buscaba una excusa para replantearme el futuro. Miriam ya mordisqueaba su primer chorizo, se fermentaba en su lengua y resistía largas caladas mías, como un marinero que lucha contra las olas en su barcaza auxiliar a escasos metros de la orilla, desconsiderándose, aplatanando sus músculos en un intento de legar en su memoria todo rastro de melancólica simpatía cuando de pronto entran en escena alrededor de diez tipos en el bar. El lunar vaga entre el polvo invisible, señuelo de un plácido caos en un estómago privado de nostalgias, reflejo de todas las pupilas del bar, casi inexistente, parecían poderse introducir en ese agujero negro kilómetros y kilómetros de cadenas oxidadas como el cigarro apagado en mis dedos, y en ese momento tenía la firme seguridad de poder comer infinitos chorizos, y Miriam seguiría bogando a escasos metros de la orilla. Entonces comí mi chorizo de un solo bocado y encendí otro cigarrillo, temeroso de mis propias palabras.
-Vayámonos a la Argentina.
Por aquel momento mis palabras eran determinantes para la existencia de Miriam como la migración de las aves, fuertes y varoniles como el sonido de un trueno. Ella las temía, con toda su achatada alma de universitaria, las necesitaba, porque nunca antes las había escuchado y sabía que siempre estarían revoloteando sobre su vida de mujer inminente.
Comimos otro chorizo y hablamos sobre nuestro reciente sueño. Ella lo hizo suyo, más suyo que mío. Era la excusa perfecta para hablar. Para amarnos. Para volvernos desconocidos de nuevo, en un mundo de desconocidos, de viejos desconocidos como las sombras alargadas de una fila de cipreses guiados por un viento conservador del polen de la vida y el polvo fúnebre e invisible que habita tan cerca de nosotros, bajo nuestros párpados, tan bello y diáfano como incierto. Como el lunar que parecía sostener el cuerpo entero de la camarera, vio Miriam mi propio lunar. Así pues, decidida de nuestra pobreza material, ilusoria, de nuestro empequeñecimiento atractivo y perfumado como una niña de escarlatas trenzas, introdujo sus deseos en el lunar de la camarera y pidió sobrasada con queso, extendidos sobre pan de molde como nuestras dos almas sobre la Argentina.
-No hay por qué ir a la Argentina, necesariamente.
Sí. Claro que sí. Era el lugar perfecto para encauzar la búsqueda de nuestra identidad. Era mi instinto y el amor a primera vista que describían cada una de las huellas de Miriam, sus endiabladas piernas que parecían dos cerebros alargados memorizando todos y cada uno de mis viajes mentales. Esta vez comió su ración antes de que pudiese apagar mi cigarro y pedir otra cerveza.
Pero todo esto carecía de total sentido. Pasase lo que pasase yo iría a la argentina y sus piernas andarían por mí. Seguiría remando sin descanso a escasos metros de la orilla, por muy decidida que estuviese a llegar. Y el tiempo seguiría siendo el tiempo, el lunar de la camarera jamás morirá, la carne seguiría siendo carne muerta. Solo Dios se come la vida.
Me gustaba engañarla, como engaña el primer escritor de toda una generación a sus hijos y a la vida. Pero solo hay una persona incapaz de caer en un engaño. Caí en la misma presunción que la camarera. Y además iba borracho. Puedo estar seguro de que aquella alegre joven conocía la existencia de su agujero negro absorbiendo todas las miradas de su alrededor. De que Miriam tarde o temprano desvanecería sus fuerzas en un intento de saltar de su barcaza y nadar hasta la orilla antes de hundirse completamente. De que ambas morirían sin conocer el secreto de todas esas miradas perdidas. De que un lunar cerca de un ojo no es más que la condena de ver dos ojos incapaces de abrazarse en la distancia, temerosos de mirar; jóvenes, por descontado, fulminantes, como la orgía programada en la llama de una vela. Siempre serán dos ojos y dos ojos. Siempre hay un rostro sin rostro, unas manos disfrazadas gesticulando en la desgracia de prometerse rascar el mentón que espera, una duda de existir, tan pérfida, tan banal, tan ilógica e inexacta como para que una camarera pueda permitirse el lujo de pensar que todas las miradas que la rodean yacen muertas con anterioridad en su lunar. Solo hay una persona incapaz de caer en un engaño. Una persona engañada. Tan triste. Tan jóvenes. Tanto. Demasiado.
Ella esperaba algo más de mí. Algo más que el recuerdo de un engaño. Obramos e intentamos tomar conciencia de lo obrado, pero después de hervido el caldo, mientras arde en nuestra garganta engañada, podemos sacar cualquier jugo, si dos ojos son dos ojos. De lo contrario, si mientras arden fatuos nuestros sentimientos creemos que una mano solo es una mano doliéndose sobre el fuego del tiempo perdido; arremolinados calle abajo delante del susurro de la devastación y todo el castillo de arena y sal es engullido como el pétreo chocolate tostado entre los dientes de un niño cuyo nombre es pronunciado demasiado. ¿Dónde estábamos?
-En cualquier caso, no quiero que acabes como acaban todos-dijo mi Yo misterioso-. Hundidos en su propia vida. Es demasiado estúpido para ti. Y por favor, no quiero ser grosero, ya sabes a lo que me refiero.
-¿Ser como todos? ¿Ser feliz, formar una familia, vivir tranquilamente?
-¿Crees que vivirás tranquilamente envuelta en tus sueños?
-Mis sueños… Yo quiero tenerte siempre.
-Yo quiero que te tengas siempre a ti misma.
-Por favor Samuel… Déjate de tonterías. Tú ya conoces mis prioridades. Quiero irme contigo, una y otra vez. Siempre. Pero de qué sirven los sueños si no se pueden cumplir. No vayas a ciegas. Sé perfectamente lo que deseo en mi vida, y tú también. No reescribamos lo escrito.
-No lo sé. ¿Podrías repetírmelo?
-Quiero ser una persona estable…
-Entiendo…
-Quiero tiempo libre. Mucho tiempo libre para mi familia.
-Y yo.
-Y tú… Equilibrio.
-¿Y cómo encuentras eso?
-Por Dios, eres estúpido… Quiero ser maestra. Y lo quiero ya.
-¿Y después?
-… Después de que…
Las paradojas, espolinadas con el aire que jamás será respirado. Ella no sabía que el miedo gasta la energía que un cuerpo necesita para brillar. Suena bastante normal la cosa. Normalidad. Lo que ella tanto apreciaba. La atmósfera está diseñada para holgar de ciertas condiciones normales. Aunque dudo que sean normales, aquí y ahora. Incluso aquel día.
-Yo quiero escribir. Ya lo sabes.
¿Y qué iba a decir ella? Solo esperaba que la camarera no nos hubiese escuchado.
-¿Escribir? Adelante, escribe. No sé qué pensar…
-Hubiera preferido que cursases derecho.
-Equilibrio… Lo siento pero no se continuar esta conversación. Prefiero dejarlo estar.
La camarera rondaba cerca y Miriam pidió la cuenta. Y yo otra cerveza. Encendí el último cigarro y perdí de vista el maldito lunar.
-Yo sé continuar, Miriam.
-Adelante, continua, escribe, piensa. ¿Por qué no trabajas de verdad o estudias algo de lo que ambos podamos sacar algún provecho? Yo quiero irme… ¿pero de qué serviría mantener la misma conversación en Bruselas? Además, no sé de qué estamos hablando… Queremos lo mismo y parece que no lo podamos comprender. Parece haber una maligna fuerza entre ambos que nos dirige juntos a todos lados y al mismo tiempo se interpone…
-¿Un vacío?
-No. Porque duele. Más bien una carencia. ¿De qué van a comer nuestros hijos? No llegamos…
-¿Por qué sacas ese tema?
-Yo quiero ser Yo, ¡ya mismo! No quieres entenderlo…
-Tú quieres venderte.
-¿Perdona?
-Bueno, intenta entenderme ahora tú, y perdóname…
-Se acabó, vámonos.
-Sí. Pero Adonde.
-Vayámonos… Siempre acabamos igual.
Yo solo podía reír. Quién podría culparme. La ansiedad siempre será la peor de las enfermedades del espíritu. La más contagiosa. Inexplicable, aunque sea erradicada.... Aunque se analice de raíz y los lunares sean solo promesas, aunque el olvido sea el salvavidas y de ninguna de las maneras se deba mirar abajo, agua cristalina.
-Yo quiero escribir. Solo eso. Qué importa el dinero. Me siento realizado. Siempre existirán oficios aburridos o forzosos que una mente constantemente ocupada es capaz de soportar. No temas por eso.
-Equilibrio…
-Sueños…
Si seguíamos juntos era porque sabíamos que los sueños son equilibrio y viceversa. He aquí una cómoda manera de retratarlo. Siempre seremos inalcanzables el uno para con el otro, inalcanzables, como el cielo y el albatros. Pero si se encuentra esa brisa capaz de mantener al pájaro sereno en las alturas, ¿por qué habríamos de acabar esta absurda conversación si no ha hecho nada más que empezar? Supongo que existe esa enfermedad… existe y nos destruye. Y nuestros sueños, y nuestro equilibrio; a pesar de vernos destruidos sigue flotando, esperando ser respirado, paradójicamente, esperando no ser visto, irremediablemente, como el lunar de aquella joven. Descansemos, como descansa la música, soñando, en las manos de Bill Evans. La posibilidad de encontrar la armonía es la esencia que nos mantiene vivos. Por ello nos es más fácil escapar de la propia vida, que escapar de un amor, no obstante ninguna de las dos opciones tiene el menor atisbo de sentido.

Comentarios & Opiniones

Yan

Ahhh olvide el café jajajaja, ya vuelvo... Es una maravilla tu obra mi querido Alastor, no la puedo calificar de otra manera. Un placer y un verdadero gusto leerte. Besos con cariño.

Critica: 
Alastor

JAJAJAJA, vaya con el café... algún día debería dejarme invitar por uno de tus cafés. Mientras tanto disfrutemos de la cercanía de nuestro arte. Muchas gracias, siempre, por todas tus lecturas. Más besos, que no falten.

Critica: