Escala en Llanelli
Con un clima tornadizo y circundada al sur por una amplia línea de costa de mareas traicioneras, la localidad era gobernada por un laberinto de grises patios y altas chimeneas, armazones de hierro y ladrillos de fábricas, elementos identificativos de un pasado heredado de la revolución industrial del siglo XIX.
Gracias al efecto del viento en la bajamar, el terreno firme se extendía más de un centenar de metros mar adentro, dejando al descubierto lejanas barcas de pesca encalladas en fango, quizás antaño navegadas, por marineros atraídos por cánticos de sirenas.
Un fugaz descuido del piélago marino que, sin embargo, la pleamar se encargaba de corregir en apenas unos minutos, “inmersando” de nuevo en el fondo, a los moluscos y pecios de navíos, que esperan pacientes a ser reclamados por otros valientes visitantes.
Entonces el efecto de la calima me engañó temporalmente y por un instante, creí ver a causa de la refracción en el agua, la imagen bailarina de los mascarones de proa del más del centenar de galeones españoles de la Gran Armada de Felipe II, que en 1588 navegaba a barlovento por el Atlántico, bordeando el litoral británico, de regreso al amparo de los puertos de la península ibérica.
El furioso aliento del dragón se desataba de nuevo sobre nuestras cabezas, y los granos de arena venidos hacia mis ojos, me rescataron de este espejismo. El viento arreciaba fuerte en el angosto canal de Bristol, y mi fiel compañera se ató un pañuelo en la cabeza para tratar de dominar a sus rebeldes tirabuzones, que luchaban por esconder sus expresivos ojos color avellana.
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