Yuki

poema de San Brendano

Era el tiempo de la cosecha. La helada sangrienta cayó como un rayo. Donde los copos de nieve bailaban en la negra noche, un sismo de tormenta y agua, dominaban el cuarto a oscuras de Athena. Afuera, a través de una ventana helada, se veía los cuerpos congelados de sus víctimas, apilados como rocas, sacudidos cómo escarcha gélida. Athena, hermosa y regia, con un semblante pequeño pero con una afilada cara de emperatriz, de ojos grises y cabello cano, mecía su pálida piel entre dos cotas de pieles salvajes que le cubrían el vestido hasta sus dulces pies descalzos. Se levantó de su cama floreada por afilados cuchillos de nieve y camino por su cuarto con el pensamiento puesto en sus víctimas abducidas por sus manos de niña. De pronto, una caravana de Yukis-Onna, caminaban a resguardo de ella, cantando sus melodías frías, un sonido impávido de guturales estrofas tan agudas que mataban al oírlas. Athena, sonrió sin más. Un joven pasaba al lado de aquellas mujeres, sofocado por el frío, pero movilizado por la belleza de esas féminas, y resbaló al suelo, donde la dama de azul pálido, Eneas, lo miraba con sus ojos celeste claro y sus cabellos engonominados negros y una altura de un metro ochenta y cinco, también bañada en estás pieles claras de salvajes. Lo miró con ironía y caminó junto a él, mientras el muchacho de no más de treinta años escupía hielo en su boca sin asfixiarse y ella, lo sostuvo de una mano, divirtiéndose como con una presa. Athena, miró a su hermana, Lucy, morena y de ojos verdes, más hermosa que las gemas o los rubíes, del mismo talón de altura de Eneas, y su mirada felina agudizaba su casaca imperial fina como seda en tono marino. A su lado, la imponente Sarah, de profundos iris marrones, y de canesú bermellón, no tenía más que unos dieciséis años y su perfil para nada voluptuoso, esgrimia un carácter sobrio y serio. Athena vislumbro a Yemen de clara mirada, a Aden, una mujer de fuego y a tantas otras bellísimas mujeres que devoraban la carne de sus carnadas y extraían su alma como la seda. Athena pasó triunfal delante del joven y algo la hizo quedarse viéndole. Quizás fue la diversión honorífica o tal vez un triunfo en su campo de batalla, pero los ojos azules de aquel joven jamás se le borraron de la memoria.

Bajó un palmo junto a él y le pregunto entre susurros cómo quería morir.
El joven hizo un chasquido de lamento, y se le quedó viendo cómo si la vida se le fuera en un instante.
Le respondió entre leves gemidos - En manos de la reina de las nieves...
Athena volvió a sonreír.
-¿No sabes mortal que mí nombre es Marena y que soy eslaba, y con ello, soy la reina del frío y la muerte? Millones más mueren cada año abandonados por el frío y conmigo yacen más adorando a la bestia de la inmortalidad, más que cuando la primavera o el verano cayesen en mí obra y sacrifican el otoño pensando en el invierno.
El joven rubio miró sus ojos grises y hablo con voz apagada.
-He leído de Athena, la grande, la diosa de Atenas, la dama del frío y el hielo, la mujer del oprobio. He leído de su belleza, de su castigo a Medusa, de su pleito con el patriarcado, de la maldición que la sobrecoge. Más tú, reina, quédate en mí para que no muera sin haberla conocido.

Y Athena se lo llevó para extraerle la sangre del cuerpo y luego solidificarlo. Antes calor y ahora frío, lucia como un cadáver hecho de cuchillas afiladas, con el cuerpo congelado entre masas de acero.

Athena canto las canciones de la muerte y un coro Silvestrano se unió en su letanía triste como faunos envueltos en su gracia mientras la lenta peregrinación ondeaba las casas de la belleza y la delicadeza más hermosas jamás vistas, en candelabros de oro macizo y pérgolas nítidas cayendo del techo, con arándanos de miel y frambuesas violáceas en frutillas de sílice y naranjas de diamante, desoyando jabones de hidromiel en cántaros de agua y jugos de cereza pura entre caminos pavimentados por gelidos bloques de tierra y océanos de chispas de arena y rubíes. Entre estatuas de tres metros de altura encarnizadas por caracoles que los fundían en su colcha, e imanes de oro refulgente en un travieso camino de iris plateados en una plazoleta colorida por antorchas gélidas acompañando el coro de locura y ondeando su flamigera escultura de aves risueñas por bapisterios de ceniza y cobre.

Abajo, el joven murió en las sombras, sacudido por el pensamiento de la muerte, Athena, volvió a recostarse con el hombre muerto fijo delante de ella ...