Porque tú dormías.

Despierta, que llega el día:
pon tu cabeza en mi pecho,
escucha mi corazón,
-¡sus latidos...!- El pulso de
la sangre de mi cuerpo...

¿No ves cómo caen las hojas
y las arremolina en el
rincón el viento...?

Esta noche, -al levantarme-,
empecé a llorar al ver mi
rostro en el espejo...,

y se me hizo un nudo en
la garganta al descubrir,
en mi exánime mirada,
el fracaso de mi vida;
el destello inacabado
de lo que soy y lo que fui,
de mi afán desordenado...

Y me senté en el sillón sin
tener con quién hablar ni
contarle mis desvelos...,
y me puse a escribir
en un papel estos versos,
porque tú dormías y
Dios no estaba allí...

¡Yo, que tánto lo busqué
sin encontrarlo, cuando
mi alma zozobraba
y las dudas me embargaban
por completo...!

¡Qué triste es la vida, que
cuando se acaba, y no nos
queda tiempo para nada,
nos hace comprender
el sentido de las cosas,
y nos brinda la ilusión de
vivirlas con mayor
intensidad...!

¡Despiértate y abrázame
como jamás lo hiciste...,
hasta fundir tu cuerpo y
tu alma con la mía...
Recítame, - o léeme
si lo prefieres-, algún
salmo de la Biblia, a
ser posible, uno que hable
de la vida, de la paz
y del amor...!

Ayúdame a ser más noble
y digno, a buscar razones
y sentidos...
a vivir con alegría...
¡Te lo pido compañera
por favor!

Autor: Francisco López Delgado.
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