Alepo

He sido un montículo de hambre y tierra. No he dejado mi puesto por miedo a desaparecer, y nunca solicite ayuda ni a la reina de Saba ni al Emperador Chino. He llegado olvidarme del momento en que aquí llegue, y con los ojos bien abiertos he enloquecido creyendo que las cuantiosas mercancías eran todo lo que había en este mundo, y lo único por lo que podía esperar. No viví para otra cosa que para mirar y computar el valor de cada encuentro. Enterré mi dinero profundo en la arena, consciente de que nada tenia. Y si me alimentaba era por dejadez, me invitaban aquellos que buen comercio hacían y los otros que aunque a menudo arruinados, conocían que festejar es mejor que ayunar. Se me han sumado a mis labores dos criaturas exóticas un gorrión y una gaviota. Que criatura tan frágil ese diminuto pájaro que carece de entusiasmo por convivir entre los humanos y la gaviota ha aprendido de la avaricia y engulle para aliviar la memoria. Seria falso no contaros que discusiones he tenido, y que más de una vez un escupitajo me ha caído cerca del pie o en la rodilla. Si alguna vez me he levantado de mi sitio no ha sido para responder o actuar con desprecio sino para colocar mi túnica o alisar mi cabello el polvo le quita lustro.Para sentarme he de guardar parte de mí túnica bajo mis posaderas para reforzar mi asiento. Las caravanas que llegan al anochecer esperan al día, duermo en mí puesto y caigo rendido, se me afila la nariz y se me hunden las mejillas la frente se me despeja y los ronquidos me serenan. Los que me ven, se asoman, y se retiran pensando que estoy despierto y que no puedo dormir.Pero se engañan, duermo. Cuando abra la noche su sonido más agudo, me he de encontrar con el Turco y la cofradía Cristiana que vende a sus hijos por monedas de oro. Así, los han educado a conferir y reventar los cuerpos de los turcos y a alisarlos y revestir los camellos con pelo humano. Dicen que los camellos lo agradecen, porque el pelo humano es tan merecido de halagos. Así también Salome, conquisto a un hombre, a un rey, con una coleta más negra que la luna, pero ciertamente más suave, más perfumada. Yo no nací en ese siglo cuando los hermanos del cristiano y del turco galopaban o reñían. Pero esta historia es cierta, y los que sobrevieron el desierto y la guerra, saben bien que ser vendido por tus padres para que ellos sean más ricos, es infame. Mi nombre es Dario, hijo de esa mujer bien conocida la reina de Saba y un emperador Chino. Al principio me agobiaba el asma, y una cogerá de nacimiento, que me balanceaba, yo era un vaivén, que me dolía a veces. Cuando mi madre me envió a un lugar desconocido, a un mercado en el Medio Oriente, entre el rio Tigris y el Eufrates, yo no sabia ni leer la hora ni atinar el tiro. Descendí a este lugar, que como he dicho, era tan dado a valorar solo el oro y los comicios, que yo me dedique a cuantificar mercancías, ganado, deudores y deudas. Nunca monté camello, por miedo a oler el cabello del Turco, yo sabia que el Turco volvería con su turbante raído, y a golpes de estridon, con saña y filo, recorrería las calles y reclamaría lo suyo. Y esos hijos de cristianos esclavos y furtivos
se unirían al Turco y desojarían las calles de Alepo, abrirían a canal las vacas mansas y descenderían como una avalancha. Los Amorites ya se saciaban con reyertas y emboscadas. Yo me sentaba en una manta y elevaba la cabeza para contar. Mis honorarios eran fijos, lo que yo estimaba era lo que otros tenian, y debido a mi cargo, se me respetaba, ya que en un mercado, bueno era saber con que se contaba y con que no. A la hora de trocar, vender o comprar, justo era saber si la mercancía estaba intacta, su procedencia y su valor real. Ese era mi oficio. El tasador. He sudado mucho y tomado con seriedad mi oficio, no ya porque era mi puesto sino porque sabia que el valor que las cosas tenían era incierto, y al haber llegado un mediodía,se me explicó poco, y se me dijo que un tasador es alguien en el que se confía, si no se mueve de sitio, si no se habla en exceso y si nunca se aventura un juicio. Echado un vistazo, hacia el cálculo, sabia lo que los mercaderes escondían y la riqueza o pobreza de sus bienes. Como no sabía leer, tenia un código de colores, el ocre como la tierra indicaba valor, y el rojizo de la sangre, mercancía dañada o de dudosa procedencia, también el color anunciaba, que lo que había visto era con certeza robado, y el color de la arena era advertencia de que el mercado estaba saturado y que a mí juicio nada se ganaría. Pero Alepo gemía y su historia aun desconocida, reverberaba en sus dátiles, y granadinas. Yo he sentido a la muerte cerca, y aquel dia mis ojos entrecerrados, bailaban de emoción, porque aunque la perplejidad del momento, me hizo cubrirme la cara con las manos y evitar el temple de un cuchillo, no podía imaginar mi propia muerte más que en la oscuridad, como el búho en su noche perpetua y su lugar elegido. La perdida de cuatro dedos en la mano izquierda, no dejo ninguna huella de mí desabrió, y con mi muñon suplí lo que los dedos podían hacer y deshacer. Conocí al fenicio animador de fiesta, rico por naturaleza, de sus encuentros en el mar, solo observe las manos quemadas rojizas, y la intrépida mirada de los que solo ven horizontes, y aunque amistad desee en algunos momentos, no podría atestiguarlo, ya que más que al hombre o la mujer prefería sus terrenos, su corceles, y sus aguas perfumadas, extrañaba sus bienes, la pericia del dinero, su perpetua enemistad. Los hititas solían llegar a la madrugada, curvados por el peso de un metal oscuro y verdoso,camuflaje convenido, es el simular que toda procedencia es del color de la palmera o el higo, he ofrecido en multitud de ocasiones, ayudar al hitita a transportar la mercancía, a la tienda de tasación, pero el hitita rehusaba atendiendo a una tradición antigua, de partir de la mercancía unicamente después de la transacción.La rareza de la mercancía en ocasiones me hacía titubear, solo perceptible por el guiño de mi ojo izquierdo, pero este signo, se había hecho conocidos por aquellos que frecuentaban el mercado, y les invitaba a dar un paso hacia adelante, como testimonio de la falta de cortesía que es el dudar. Ahora, quiero hablaros de la locura, de la pertinente locura de muchos, el gorgojoteo como el glugluteo del pavo, repetidor insaciable, distinguidor de nada más que de la atención de un prójimo, como los pelos de mi piel curtida sufrían con el punzón de palabras mal elegidas, de una repetición sin lugar, hiriendo mis cejas y mi pulmón, y aun así, obligado a escuchar sin parpadear, sin acercar la oreja, sellando mis labios como una firma incriminatoria. Así, he sufrido porque nunca pude cerrar mi tienda berebere a ningún hermano deseado o repudiado. Los siglos que me acompañan son testigos de la labor del tasador. Había otras locuras que me invitaban a dormir y a soñar, la locura de esos que no conocen sus palabras, que apenas se reconocen en el espejo, y ronronean como la fértil rata que almacena nada más que la sobriedad de sus actos, la mendicidad de sus sombras, y el barato descenso del sol, ya que nada es sin precio. Pero me he vuelto en ocasiones,y dejado a mi interlocutor con la palabra en la boca, buscando un instrumento, una medida de peso, una rienda y la vergüenza me ha hecho desfallecer, perder el ánimo, y si he tenido que sostenerme debí aferrarme a la tela descolorida, ennegrecida de mi tienda, y mi muñón me ha hecho olvidar misdedos ausente, y al punto de regresar a mi partida, he visto el odio interminable del ofendido, una guerra sin tregua, un torpe desafío y en esos momento me he reído,y he puesto sobre la mesa algo impío vino de Arabia y carne de porcino. Aunque el asco se ha adueñado de mis sentidos y no tengo paladar ni ganas de constriñó, porque os cuento que no me quedan fuerzas. Se ha advertido en el mercado de mis aciertos, de la honradez de mis actos, pero se murmura de mi agravio al abandonar la tienda en medio de una tasación dificil como un prófugo y que se han oído mis rezos romper la noche, asfixiar las voces del subastador,eliminar las noches de placer. Pero os prometo que no soy yo sino el Turco, el Fenicio, El Persa, los Hititas y su maldito hierro los que me han hecho envejecer antes de tiempo. Ahora no veo diferencia en la carne,ni en el agua, ni el hombre o mujer o niño.Al Persa le ví devorar sus mercancías cuando el ladrón se aproximaba con una razón que con fuego se exponía, le he visto tan cerca, con sus labios pegados a mi oreja determinando algoritmos o cuentas ya saldadas, que ese suave murmullo ha viajado hasta mis entrañas, amo al persa por su insistencia y persuasión. Después de la confidencia, me ha inspeccionado los ojos, como se inspecciona a una mula o un pura sangre, y lo que ha visto, no debió sorprenderle porque se alejó creyendo que su mercancía estaba segura, y que la velaría con mi vida. Es la arena del desierto y no la avidez del sol la que crea espejismo, la que encubre preferencias, o relega la conciencia a un quejido. Pero no quiero que penséis que no he vivido porque el mercado es todo lo que hay, y los que vienen en mi busca lo saben bien y lo celebran. Ahora, nunca he tasado joyas, y al que me ha pedido le he racionado palabras y el gesto. Mujeres que venden sus ajuares, sus dotes envueltos en mantas, entregados al sueño, calientes y pulidos. Si es, que me he vuelto a mirar, y recorrido con los ojos cada objeto y su gravedad. Pero no he podido tasarlos y me he inclinado frente al mercader con reverencia, cinco, diez veces y recitado un verso nunca escrito: la tortuosa mancha de la hermosura, requiere a alguien más que a un tuerto sin guiño. Los mercados también mueren cuando los que viajan cambian su curso, he visto al camello y la mula adelgazar, al los mercaderes ahorrar y contar continuamente las monedas y la mercancía como si el viento o la arena les hubiera robado y no pudieran defenderse, yo he velado, y desenterrado más de una moneda para proveerme de alimento, pero no codicio, no he desenterrado más de lo que necesitó. Últimamente pienso en Saba y el Imperio Chino, pero no vale para nada ese recuerdo turbio y sentido.Las ciudades menguan, se hacen rígidas y las especias no crecen en un lugar,en ninguno. He oído quejas, maldiciones y juramentos y he agachado la cabeza no por vergüenza sino porque no quería que el argumento me rindiera él sueño. Ando, me siento me envuelvo en mi turbante y trago poca arena, mi voz ya no se oye, y solo el Persa se anima a viajar porque en el todo es noble calculo, tiento y amistad. Trae alforjas vacías con ungüentos contra heridas embestida en cicatrices viejas, alfombras, azafrán y canela. Me he visto muerto tantas veces que solo el café negro y dulce me hara tentar mi suerte una vez más.

Comentarios & Opiniones

Centinela Azul

Muy buen texto...

Critica: