Hola, soy yo; adiós, soy yo

Para [destinatario removido]:

Destellé deslumbrante, aquella vez que te vi, la primera, o, por lo menos mis ojos sí lo hicieron. Las baldosas del andén no te subyacieron cuando llegué, ni hiciste acto de presencia cuando volví a subirme al expreso. Sorpresa, sorpresa: la vista no se me nubló tampoco, no porque no estuviera triste, sino porque no tapé los agujeros del biombo tras el que te cambiabas. ¿Qué vamos a hacer con los comensales, que percuten, famélicos, sus utensilios, salivando por la defunción de nuestras funciones? Ya me lo contarás en tu respuesta, que no cabe duda en mí de que nuestro periplo tiene un epílogo, acaso epistolar. Cuando vuelva, será para mi extremaunción, que el sacerdote sexagenario de la parroquia subiendo la cuesta ni se inmutó cuando le conté de la exhumación, de cuando profanamos el sacrosanto sitio de descanso en el santo de su efeméride; solo en él he de fiar mis confidencias, mis más sórdidos quehaceres de malhechor con ínfulas de superhéroe.

Desde la ventana, aun con mi peligrosamente avanzada miopía, mientras jadeabas en el filo del andén, con las piernas flexionadas y las manos sobre tus rodillas, podría jurar que vi, ya a la distancia, hasta cómo las gotas de sudor brotaban de tus poros y te surcaron todo el rostro. Esbocé la sonrisa correspondiente, pero te difuminaste en lontananza y, aparte de mi cristalino punto de vista, que me impidió distinguir tu semblante, el escandaloso armatoste me prohibió oír el exterior en el proceso. ¿Qué fue lo que me gritaste? Si no veo la respuesta en tu carta, se lo sonsacaré buenamente en el confesionario al párroco.

Ya estoy reinstalándome en la ciudad, por estos lares no hay tanto pastizal y hay más de un semáforo, pero no cambio nuestra atalaya en las montañas por nada en este vasto mundo. Desde Concepción hasta Finisterre, el medio metro entre tus brazos es, y será siempre, el hueco en el que siempre seré más feliz.

Nostálgicamente tuyo,

[remitente removido].