Corazón de Colibrí
La vida, lo sabes, aunque finjas que no
es un error de cálculo en el pecho
de un colibrí.
Late tan rápido
que no alcanza a enamorarse
de la flor.
La roza, la intuye,
la pierde.
Nosotros,
jugamos a ser eternos,
a poner nombres en las puertas,
a decir “mañana” como si fuera un talismán
contra el abismo.
Pero el colibrí no miente.
Él sabe.
Su corazón lo traiciona
por exceso de belleza.
Vive como si ardiera.
Y muere igual.
Sin pausa,
sin aviso,
con la dignidad de los que no tuvieron tiempo de arrepentirse.
A veces lo imagino cayendo
como una pluma rota,
con las alas exhaustas de tanto insistirle a la luz.
Nadie lo ve morir.
Nadie le canta.
Y sin embargo,
ahí está todo el poema:
en ese cuerpo diminuto
que desafía la gravedad
por pura necesidad de volar.
¿No es eso lo que hacemos?
¿Vivir rápido,
creyendo que algo —o alguien—
nos espera al final del vuelo?
Pero no.
Solo hay un silencio espeso,
una flor cerrada,
y un cuerpo temblando por última vez
en el aire.
La tragedia no es morir.
La tragedia es latir
como un colibrí
y que nadie te haya visto.