Nada Más Existía

poema de King

Nada Más Existía:
-King
La habitación latía con ellos, viva, cargada de un aire tan denso que parecía estar al borde de estallar. La luna, orgullosa y plateada, se asomaba por el ventanal, derramando su luz como un amante celoso, cubriendo sus cuerpos con un resplandor que los hacía parecer esculturas divinas. El aroma de jazmín y sándalo flotaba en el aire, envolviéndolos en un perfume embriagador que parecía sincronizarse con el ritmo de sus corazones.

Ella estaba de pie junto al ventanal, inmóvil, como si supiera que el tiempo mismo se había detenido para admirarla. Su cuerpo, apenas cubierto por la luz líquida de la luna, era un poema de líneas y curvas perfectas. Su cabello, oscuro y desordenado, caía como una cortina sobre sus hombros desnudos, y sus ojos, oscuros como la medianoche, lo miraban con una intensidad que lo desarmaba. Había algo en su mirada, algo salvaje e indomable, algo que lo hacía sentirse no como un hombre, sino como una ofrenda ante un altar.

Cuando ella avanzó hacia él, lo hizo como quien se acerca a un destino inevitable, y su respiración se detuvo. Sus dedos, tan ligeros como una brisa de verano, lo rozaron primero, tocando su pecho, su cuello, su rostro, como si estuviera aprendiendo cada centímetro de él. Pero su tacto no era inocente. Era un mensaje, una promesa de todo lo que estaba por venir.

Él levantó una mano, colocándola en la curva de su cintura, y tiró de ella suavemente hacia sí. Su piel era cálida, casi febril, y su aroma lo envolvía como una droga. Cerró los ojos por un momento, respirando profundamente, dejando que su esencia lo llenara. Cuando sus labios finalmente se encontraron, fue como el choque de dos estrellas, una colisión que creó un nuevo universo.

El beso era suave al principio, una exploración tímida, pero pronto se volvió más intenso, más urgente, como si temieran que el tiempo se los arrebatara. Ella gimió contra su boca, un sonido bajo y cargado que vibró en su pecho. Él deslizó sus manos por su espalda, siguiendo el contorno de su cuerpo, sintiendo cómo su piel se erizaba bajo su toque.

Cuando sus dedos encontraron la tela que cubría su cuerpo, la deslizó lentamente, dejando que cayera como un suspiro al suelo. Allí estaba ella, desnuda bajo la luz de la luna, una diosa terrenal que parecía haber nacido de las estrellas. Por un instante, ambos se detuvieron. El silencio los envolvía, roto solo por el sonido rítmico de sus respiraciones.

Él colocó su mano sobre su pecho, justo donde su corazón latía furiosamente, y murmuró:
—Sientes esto... Eres el ritmo de las estrellas. Cada latido... cada respiro... es por ti.
Ella cerró los ojos, una lágrima silenciosa rodando por su mejilla, no de tristeza, sino del abrumador peso de sentirse completamente vista, completamente amada.

Cuando volvió a mirarlo, el mundo dejó de existir. Había solo él, solo ellos.

Él inclinó la cabeza y comenzó a besarla de nuevo, dejando que su boca trazara un camino desde su cuello hasta sus clavículas. Su lengua dibujaba círculos suaves sobre su piel, arrancando gemidos suaves que eran como música.

Bajó lentamente, dejando que sus labios adoraran cada parte de ella, hasta que llegó a ese lugar donde su calor era más intenso, más puro. Cuando la tocó con su lengua, ella arqueó la espalda y soltó un grito que parecía sacudirse en cada rincón de la habitación.

Ella lo buscó también, sus dedos deslizándose por su abdomen hasta encontrarlo. Sus manos lo rodearon con una firmeza que lo hizo jadear, su cuerpo temblando bajo su toque. Él cerró los ojos, perdiéndose en la manera en que ella lo provocaba, sus movimientos precisos, calculados, pero llenos de pasión.

El momento en que finalmente se unieron fue como el desbordamiento de un río que había contenido su cauce demasiado tiempo. Él se hundió en ella con un jadeo profundo, y ella lo recibió completamente, sus piernas rodeándolo con fuerza, atrayéndolo aún más cerca.

Sus cuerpos comenzaron a moverse en perfecta sincronía, un ritmo que el universo mismo envidiaría. Cada movimiento era un incendio que se propagaba más y más, consumiéndolos por completo. Las sombras en las paredes parecían cobrar vida, figuras entrelazadas en un baile frenético.

Sus nombres eran susurrados como mantras, y el sonido de sus respiraciones y gemidos llenaba el aire, mezclándose con el suave crujir de las sábanas. La luna, pálida y vigilante, parecía contener el aliento.

Cuando el clímax los alcanzó, fue como un terremoto que sacudió sus cuerpos y almas. Ella gritó su nombre, sus uñas clavándose en su espalda, mientras él enterraba su rostro en su cuello, liberando un sonido gutural que era pura rendición.

El mundo pareció desmoronarse y reconstruirse en ese instante, dejándolos temblando, exhaustos pero completos. Cuando cayeron juntos sobre la cama, sus cuerpos todavía entrelazados, el silencio volvió, esta vez lleno de algo sagrado.

Él trazó el contorno de su rostro con un dedo, deteniéndose en sus labios, y murmuró:
—Cada centímetro de ti fue creado para ser adorado.
Ella lo miró, sus ojos brillando con algo más que deseo.
—Y cada parte de mí es tuya —susurró, antes de cerrar los ojos, dejándose envolver por el calor de su abrazo.

La luna seguía observando, y las velas todavía parpadeaban, pero dentro de esa habitación, nada más existía.