Un pueblo olvidado

Cuando era pequeña amaba ir al pueblo donde vivían mis abuelos. Me emocionaba el viaje, en el resguardo del auto mientras veía la carretera a oscuras. Esperaba con ansias llegar a ese lugar silencioso de noche, ese lugar que te daba la bienvenida de la misma forma que el año anterior, con los mismos columpios oxidados y la misma estación de tren destruída por el paso del tiempo.
Pero sobre todo, ansiaba llegar a esa casa cálida donde mi abuela habría madrugado al estar despierta a las diez de la noche. Habría corrido ese pasillo con la emoción que solo una niña de cinco años puede tener. Mi abuelo habría hecho un asado de vaca soltera al día siguiente y habría pasado los días de la semana soñando con la idea de que en la noche podían aparecer las luciérnagas.
Tú eres como ese pueblo lejano. Volví por ti después de los años, porque siempre soy yo la que va, nunca la que vienen a buscar. Te vi y sentí ese calor que se siente al reconocer algo que te hizo feliz tantas veces. Pero esta vez no grité de emoción por dentro al verte. No corrí a tu encuentro con la esperanza de que habrían destellos de luz entre nosotros.
Perdí la emoción que solo una niña puede sentir y si soy sincera, el viaje en auto por esa carretera oscura, fue más emocionante, más excitante, que cuando llegué a aquel pueblo de antaño y no pude más que soltar una media sonrisa, mientras suspiraba con desgano.