Poquito a poquito

Deja el cuchillo en el piso, que es menos doloroso cuando soy yo la que me apuñala el corazón. Así puedo calcular cuanta intensidad puedo soportar. Tú solo me atravesabas sin pensar, me partías en dos y sonreías, pues ni siquiera lo sabías. Sólo girabas el mango de aquella arma, dentro, muy dentro, hasta que soltaba un suspiro de “no me hables de otras”. Entonces abrías tus ojos como platos y gritabas más alto que yo: “¡Cómo es posible que sientas todavía! Creí que hace años ya no te quedaban fibras nerviosas.”
Pues sí, quedaban y muchas aún quedan. Mas ahí voy otra vez y tomo aquel cuchillo. Le limpio la tierra de los bordes y de la manera más aséptica posible, lo clavo en su lugar preferido, aquel que está cerca de mi vanidad, la que rozas esas noches de juegos o la que estremeces de ira cuando mencionas el nombre de otra.
Pon tu mano sobre la mía, que te enseñaré a dañarme de forma poética, de la forma que me gusta. Hazme pedazos, que ya no tengo fuerzas para rearmarme. Soy una víctima que no quiere ser sobreviviente. Quiero llorar a mares sobre mi propia sangre y seguir clavándome poquito a poquito a espaldas de tu indiferencia.