El último cigarro

poema de Atlayxes

El último cigarrillo.
Y estamos aquí de nuevo los dos juntos, discutiendo y regalándole más desesperanza a la noche,
¡Que qué jodidos tiene que ver con nosotros!
¿Somos egoístas quizás? ¿Unos reprimidos y obsesivos? Deberíamos encerrarnos a llorar en el baño para solitos desahogar nuestras penas,
deberíamos coger la navaja del rastrillo y así cortarnos las venas.
Estamos separados a un palmo de distancia, tú gritas, ¡Me desesperas! Ya tiraste mi taza de café al suelo, manchaste la alfombra. La manchaste de un color negro cenizo tan oscuro como la sangre gangrenada que sale de tus dedos cuando tocan mi alma podrida.
Ya no puedo más con esto, tendré que empezar a llorar.
Obsesionado, posesivo, reprimido, mal hombre, complejo varón con superioridad de alfa. Estamos en la sala de la casa y ya rompimos todo lo que nos rodea... ¿A caso había algo? Todo lo habías apostado en tus estúpidas apuestas de peleas.
Yo en mis vicios. En mis bares, en el alcohol. Nuestras cuentas bancarias estaban vacías por culpa de ambos, la mitad era por mí y la otra mitad por los dos. El tequila y el ron que destilaban mis poros ya estaba haciendo erupción, yo apestaba a Zacapa y mi olor era propio de un bucanero. Me senté en nuestro suelo, ya roto, con pisadas huecas, con lágrimas desbordadas, con fluidos compartidos. Tapo mis ojos y volteo a verte. Eres alto, magnífico, con barba hasta el pecho. Me das miedo, siempre me has dado miedo.
En mi cabeza está pasando una caricatura de mi infancia, me recuerdas al perro que salía de bribón y mal hechor toda la serie. El suelo apestaba a café, café podrido, con hongos, como nosotros. Veo manchas de liquidos derramados pasados, acerco mi lengua y lamo la mancha más cercana. Sabe a ti.
Volteo a verte y me siento en esa silla deshilachada que nos queda arrumbada en una esquina. El vicio que tú y yo compartimos siempre fue el cigarro. El cigarro y nada más, ni el amor hemos podido tener en común. Saco mi cajetilla y con esto un cigarro del interior, el último, el de la suerte. Se me viene a la cabeza nuestra primer cita, yo te cedí mi último tabaco y creí que así sería para siempre, ¡Madre mía! Que loca estaba. Hace años no te daba uno. Tú me dabas siempre; golpes, no cigarros. Un experto para los hematomas y quemaduras en primer grado, pirómano confirmado.
Te me quedas viendo como diciendo ¿Qué esperas para dármelo?, yo tiro mi cajetilla vacía al suelo junto a ti, lo prendo con un cerillo y después de una larga inspiración, luego de llenarme de humo y cáncer, te lo cedo. Te miro expectante, a la defensiva. Tú fumas y exhalas. Miras la punta del cigarro, me miras a mí, ¿Qué jodidos ves? Te lames tus labios y fumas otra vez. Me da un síntoma de vómito en la boca del estómago, sufro de arcadas repetitivas. Te acabas el cigarro y lo apagas en el suelo, le escupes y pisoteas, tal como hiciste conmigo. Esa noche mientras dormías plácidamente en el cartón con cobijas que teníamos en la sala yo tomé mis dos pares de ropa y los metí a una bolsa de plástico para darme a la fuga. El último cigarro y el último tú, matarte para qué, no te la dejaría tan fácil. Tendrás que vivir con el dolor y vacío de vivir sin mí y con esa quemadura interna diaria y bochornosa de no tener más cigarros que fumar.